Siempre
se ha dicho (y es noble afirmación) que debemos luchar por nuestros sueños;
pero quizá encierre más grandeza todavía hacer nuestros los sueños de aquellos
a quienes amamos, y esforzarnos por cumplirlos en su nombre. Hay una singular
majestad en esa tarea. Y esa majestad llena las páginas de Encargo al viento,
del gaditano Salva Menéndez. Su protagonista, Santiago, es un joven que ha
heredado de su padre un viejo cuaderno, donde este consignaba los detalles de
un proyecto que llenaba de ilusión su alma: construir un albergue para personas
necesitadas, donde se les suministrase no solamente comida y calor, sino
también apoyo, escucha, tratamiento humano. El local tendría que llamarse (y se
llama, gracias al empeño loable de su hijo) Karilaos, cuyo significado
etimológico dejaré que descubran los lectores de la novela cuando se adentren
en sus páginas y lleguen a la número 100. Y en esa línea ilusionada comienza a
trabajar, con una serie de personas que se van sumando al proyecto: unas
cocinan, otras donan materiales, otras levantan muros con ladrillos. El fervor
de ese trabajo los va activando día tras día… hasta que las primeras
disensiones comienzan a surgir. En todo grupo humano pueden anidar la ambición,
el rencor o la envidia, y Santiago no iba a librarse de esas inmundas
asechanzas: comienzan a criticarlo, a boicotearlo, incluso llegan a robarle el
cuaderno en el que su padre consignó sus ideas e ilusiones. Entonces, en un
arrebato de desengaño y de ira, Santiago saca un enorme cuchillo. Y lo utiliza.
Quienes
decidan acercarse hasta Encargo al viento descubrirán una historia de
amor y solidaridad, en la que los apellidos de los personajes actúan como
resorte simbólico de gran eficacia para dibujar la raíz de sus espíritus (Lola
Reina, Miguel Buendía, Ramón Amor, Luz Iclara…) y donde llegarán a comprender
que en el pecho de Santiago palpita un espíritu casi caballeresco, que busca la
purificación para merecer el corazón de su amada.
Yo ya lo he leído. Ahora, es su turno.
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