Me
adelantaré a una posible objeción: no, no me canso de leer obras donde se
reivindica a aquellas mujeres valiosas a las que la crueldad de su tiempo
condenó al olvido. Y no me canso porque ellas tampoco se cansaron de luchar
para ser escuchadas, y nadaron a contracorriente, y se llenaron de heridas, y
dejaron su obra como testimonio. Por esa razón, mi blog acoge con infinita
gratitud algunos libros de Tània Balló, Ángeles Caso o Rebecca Solnit que,
aparte de estar muy bien escritos, me han ido abriendo los ojos sobre una
situación intolerablemente dilatada en la Historia. Hoy doy cuenta de otro de
esos volúmenes, escrito por Rosa Montero y titulado Historias de mujeres.
Vuelve a ser una lectura amena, reveladora y documentada, donde la escritora madrileña
elabora un trabajo en el que son analizadas algunas mujeres cuyas
contribuciones o temperamentos las convierten en singulares, sin que eso las
libere de algunas torpezas, errores o incluso mezquindades (“Esta obra es todo
lo contrario a un catálogo hagiográfico de mujeres perfectas. Nunca deseé hacer
tal cosa”).
En
sus páginas nos encontramos con Agatha Christie, maniática del orden, que se
manifestó en su afición continua por las novelas “geométricas”, donde todo
guardase equilibrio y donde todo estuviese justificado y conectado con los
mecanismos de causa-efecto; con Mary Wollstonecraft, pionera del feminismo (y
madre de Mary Shelley), la cual vivió su existencia de forma libre, intentando
que sus compañeros revolucionarios llegasen a la conclusión de que la libertad
y la igualdad incluía a las mujeres; con Zenobia Camprubí, consagrada de forma
absoluta a Juan Ramón Jiménez y dejando entre paréntesis sus propias virtudes
como intelectual y escritora; con Simone de Beauvoir, compañera de Jean-Paul
Sartre, con el que compartió no solamente muchas ideas, sino también muchos
defectos de carácter (“Fueron en esto almas gemelas: narcisistas,
egocentristas, elitistas, insufriblemente megalómanos”); con lady Ottoline
Morrell, peculiar dama que “mantuvo décadas un importantísimo salón artístico e
intelectual, al estilo de las salonnières francesas del siglo XVIII: por
allí pasaron no sólo todos los integrantes del llamado grupo Bloomsbury
(Virginia Woolf, Lytton Stratchey, E. M. Forster, Maynard Keynes, etcétera),
sino también D. H. Lawrence, Henry James, T. S. Eliot, Aldous Huxley, Katherine
Mansfield, Nijinsky, W. B. Yeats, Bertrand Russell, Robert Graves, Bernard
Shaw, Graham Greene y Charles Chaplin, por citas a unos pocos”; con Alma
Mahler, que sufrió el suplicio de plegarse a las exigencias machistas de su
musical esposo (“Debes entregarte a mí sin condiciones, debes someter tu vida
futura en todos sus detalles a mis deseos y necesidades, y no debes desear nada
más que mi amor”); con María Lejárraga, esposa de Gregorio Martínez Sierra y,
en realidad, autora de casi todas sus obras, que él firmaba con su nombre (no
lo abandonó ni siquiera cuando Gregorio se enredó con la actriz Catalina
Bárcena, aunque intentó suicidarse en 1909); con Frida Kahlo, protagonista del
ensayo que más me ha gustado del volumen, donde se nos ofrece un resumen
escalofriante del accidente que afectó en su juventud a la artista mexicana: “A
los dieciocho iba en autobús a la escuela (quería estudiar medicina) cuando un
tranvía les embistió. Fue un accidente grave, con varios muertos; y, según los
testigos presenciales, fue un accidente extraño, lento, casi sin ruido, con el
tranvía triturando el costado del autobús de manera imparable pero poco a poco,
con la plasticidad de las pesadillas. Frida apareció desnuda entre los hierros:
el pasamanos la había empalado (la barra entró por un costado y salió por la
vagina)”; con Camille Claudel (otro capítulo prodigioso), hermana del escritor
Paul Claudel y colaboradora de Auguste Rodin, la cual terminó en un centro
psiquiátrico, donde permaneció encerrada treinta años; con…
La
nómina de perfiles es impresionante, y abarca desde la más remota antigüedad
hasta el presente, porque “las aguas del olvido están llenas de náufragas y
basta con embarcarse para empezar a verlas”, como nos dice la autora en la
página 233. Por fortuna, el rumbo de los tiempos parece ser otro, y cada día
conocemos más y mejor a las mujeres egregias que habitaron en el ayer o que
comparten nuestro hoy. De ahí que parezca justificado el modo en que Rosa
Montero cierra el epílogo que ultimó para la edición del año 2007: “El futuro
está aquí, el futuro es hoy y lo estamos construyendo hombres y mujeres. Por
primera vez estamos todos”.
No dejen de leerla, en silencio y con respeto: su corazón y su cerebro mejorarán.
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