Hay
prosas que, sin que pueda precisar en qué mecanismos articulan su magia, me
seducen desde la primera vez que las saboreo. Y se trata de prosas que pueden
ser muy diferentes entre sí y que, por tanto, se construyen sobre imanes
distintos (Umbral, Muñoz Molina, Borges, Palma). Así que, reacio a actuar como
filólogo o como cirujano estilístico, me limito ante ellas a frecuentarlas con
periodicidad, a gozarlas sin mesura y a recomendarlas con entusiasmo. Por
ejemplo, la de Guy de Maupassant, a quien vuelvo a tener entre mis manos con su
tomo El Horla y otros cuentos fantásticos, que traduce y anota Juan
Bravo Castillo para Austral y que me permite reencontrarme con sus temas
favoritos (la vida después de la muerte, los enigmas de la existencia, la
hipnosis, el terror, las premoniciones), que tan buen sabor de boca me dejan
siempre: una fantasía donde la inquietud del sonambulismo le hace conocer a los
misteriosos Invisibles, que se encuentran a nuestro alrededor en el mundo y que
tal vez nos manejan o acechan (“El Horla”); relatos que nos remiten a angustias
desasosegantes con aromas de Poe (“La mano disecada”); miedos que paralizan sin
que acertemos a descubrir la autenticidad o sugestión de los estímulos que los
generan (“Sobre el agua”); una humorada más bien macabra, que tiene como
protagonista al filósofo Arthur Schopenhauer (“Junto a un muerto”); unos
cabellos que pueden convertirse en asombroso objeto de adoración y temblores
(“La cabellera”); el hombre que atesora el poder de influir sobre personas, animales
y cosas con el simple movimiento de sus manos (“¿Un loco?”); el joven guía de
montaña, tras todo un invierno encerrado en una cabaña que está custodiando (a
la manera de un Jack Torrance), se adentra por los pasillos de la locura (“El
refugio”); fantasías sobre la vida en otros planetas de nuestro entorno (“El
hombre de Marte”); o incluso la apertura de puertas a un posible centro donde
se asiste a los moribundos para que terminen sus días con dignidad, del modo en
que ellos deseen (“La adormecedora”).
Si a esos argumentos fértiles, variados, inquietantes, le sumamos sus ideas sobre nuestro planeta (“Partícula de barro que gira disuelta en una gota de agua”), la noción de la divinidad (“Nuestra concepción del Sumo Hacedor, provenga de la religión que provenga, es la invención más mediocre, estúpida e inadmisible nacida del cerebro atormentado de las criaturas”), la limitación de nuestros sentidos físicos (“¿Adivinaríamos la música sin el oído? No. ¡Pues bien!, estamos rodeados de cosas que nunca sospecharemos, porque nos faltan los órganos capaces de revelárnoslas”) o el suicidio (“Existe en esta vida al menos una puerta que siempre podemos abrir para pasar al otro lado. La naturaleza se ha compadecido de nosotros y no nos ha aprisionado. ¡Gracias en nombre de los desesperados!”) convendremos que nos hallamos ante un volumen interesante y lleno de atractivos literarios, que ha envejecido con mucha dignidad desde su escritura.
1 comentario:
¡Qué mundo de casualidades es el de las lecturas! Resulta que curiosamente ahora mismo estoy leyendo un libro que compré en un Re-read sin saber nada de su autor, Gabriel Insausti. Se titula "En la ciudad dormida" y su asunto no es otro que el paseo que el autor, periodista y escritor de profesión, hace por los cementerios de París visitando las tumbas de algunos grandes escritores reverenciados por él. Una de ellas es precisamente la de Guy de Maupassant en el cementerio de Montparnasse. En las reflexiones que el viajero hace sobre el escritor figura la de que su obra es más hacia dentro que hacia el exterior; juega precisamente Insausti con este relato, El Horla, y como filólogo que es dice que el mismo demuestra que el autor no escribía 'hors-la' sino más bien 'dedans-la'. Y es que Gabriel Insausti rodea las visitas a los cementerios de París y las reflexiones y comentarios que hace sobre los distintos autores cuyas tumbas visita con un leve tono de humor.
Desde aquí agradezco tu reseña y te recomiendo el libro de Gabriel Insausti. Seguro que te gustará.
Un abrazo
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