domingo, 15 de septiembre de 2024

Primeros y últimos instantes de una mañana

 


Siempre (desde que era muy niño y los descubrí por azar, no recuerdo dónde) me han fascinado los caleidoscopios, esos cilindros que, como catalejos de pirata, te puedes apoyar en el ojo para, en el extremo opuesto, descubrir con fascinación una vidriera. No se trata, bien lo saben ustedes, de una vidriera estática, sino de un prodigio que, con el giro lento de la muñeca, va cambiando de textura, va adquiriendo otros perfiles, irradia luces distintas. Resulta imposible explicar esa prodigiosa belleza de colores que se va creando y diluyendo segundo tras segundo, incansable. Está ahí, en algún sitio, en una misteriosa alianza de brillos, en una azarosa combinación de cristales. Y tu ojo la contempla en silencio, entendiendo que debe seguir en silencio.

Algo parecido me ha ocurrido (me ha invadido) mientras avanzaba por las tenues páginas del poemario Primeros y últimos instantes de una mañana, de Jorge Orlando Correa (México, 1992), que acaba de publicar el sello Liliputienses. He visto hojas de árboles meciéndose; he leído las anotaciones que la maestra pone en un cuaderno infantil quizá demasiado fantasioso; he escuchado cómo hablaba de diabetes un padre paulatinamente enflaquecido; he sentido el rugido del coche manejado por una hermana; me ha reconfortado que el más anciano de la familia pueda servir como protección y refugio (“armadura voz de abuelo antibombas”); me ha entristecido recordar que siempre el punto crítico para el niño llega “cuando los adultos dejan de parecer gigantes”; o que a veces, cuando quieres volver a casa, “no hay letreros / ni sobrevivientes / que indiquen el rumbo”; he aprendido un truco explosivo e iconoclasta para contar estrellas; me he quedado mudo ante definiciones tan simples como rigurosas (“Memoria: migas de lo que parece haber sido una galleta”); y he calibrado cuál puede ser la esencia misma de la escritura (“Todos mis poemas son escombros / de lo que en realidad quisiera decir”). Muchos aprendizajes y muchos asombros, que han de ser meditados en silencio, para extraer de ellos la miel última y esencial.

“En este poema hay hectáreas de pastizales”, se lee en la página 57. Con idéntico fervor podríamos pregonar que en este libro hay hectáreas de dolor y poesía: no les llevará mucho tiempo descubrirlo.

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