Siempre
(desde que era muy niño y los descubrí por azar, no recuerdo dónde) me han
fascinado los caleidoscopios, esos cilindros que, como catalejos de pirata, te
puedes apoyar en el ojo para, en el extremo opuesto, descubrir con fascinación una
vidriera. No se trata, bien lo saben ustedes, de una vidriera estática, sino de
un prodigio que, con el giro lento de la muñeca, va cambiando de textura, va
adquiriendo otros perfiles, irradia luces distintas. Resulta imposible explicar
esa prodigiosa belleza de colores que se va creando y diluyendo segundo tras
segundo, incansable. Está ahí, en algún sitio, en una misteriosa alianza de
brillos, en una azarosa combinación de cristales. Y tu ojo la contempla en
silencio, entendiendo que debe seguir en silencio.
Algo
parecido me ha ocurrido (me ha invadido) mientras avanzaba por las
tenues páginas del poemario Primeros y últimos instantes de una mañana,
de Jorge Orlando Correa (México, 1992), que acaba de publicar el sello
Liliputienses. He visto hojas de árboles meciéndose; he leído las anotaciones
que la maestra pone en un cuaderno infantil quizá demasiado fantasioso; he
escuchado cómo hablaba de diabetes un padre paulatinamente enflaquecido; he
sentido el rugido del coche manejado por una hermana; me ha reconfortado que el
más anciano de la familia pueda servir como protección y refugio (“armadura voz
de abuelo antibombas”); me ha entristecido recordar que siempre el punto
crítico para el niño llega “cuando los adultos dejan de parecer gigantes”; o
que a veces, cuando quieres volver a casa, “no hay letreros / ni sobrevivientes
/ que indiquen el rumbo”; he aprendido un truco explosivo e iconoclasta para
contar estrellas; me he quedado mudo ante definiciones tan simples como
rigurosas (“Memoria: migas de lo que parece haber sido una galleta”); y he
calibrado cuál puede ser la esencia misma de la escritura (“Todos mis poemas
son escombros / de lo que en realidad quisiera decir”). Muchos aprendizajes y
muchos asombros, que han de ser meditados en silencio, para extraer de ellos la
miel última y esencial.
“En este poema hay hectáreas de pastizales”, se lee en la página 57. Con idéntico fervor podríamos pregonar que en este libro hay hectáreas de dolor y poesía: no les llevará mucho tiempo descubrirlo.
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