En
épocas de horror (por ejemplo, en períodos de guerra), es natural que los seres
humanos se escindan en dos bloques antagónicos, en dos bandos irreconciliables
y extremos: de un lado, vociferan y matan quienes creen que la idea A es la
única válida; del otro, se yerguen quienes acuden a idénticas vociferaciones y
crímenes, pero para sustentar la idea B. Desde la lejanía (espacial o
temporal), cuando ya no se escucha el griterío de las trincheras, ni vuelan los
trozos de metralla, ni nos taladra los oídos la sirena que avisa del inminente
bombardeo, todos podemos dictaminar, con razones más o menos templadas, qué
bloque llevaba razón y qué bloque incurrió en la vileza y la inhumanidad. E
incluso, si somos personas de más ecuanimidad, alcanzaremos a distinguir qué porciones
del bando A y del bando B (insisto: porciones) ejecutaron indignidades o
protagonizaron invisibles grandezas. Ahora bien, qué espíritu tan vigoroso y
tan noble (si se me permite el adjetivo, diré que también tan inverosímil)
muestran quienes, desde la cercanía (espacial y temporal), son capaces de
adoptar la misma posición difícil, incómoda y desagradecida, mostrándose ecuánimes
y señalando todo el horror de unos y otros, de tirios y troyanos, de fascistas
y comunistas, de señoritos y proletarios, de nobles y de plebeyos. Es lo que
hizo en este libro asombroso y atemporal el periodista Manuel Chaves Nogales,
quien fue capaz de observar y registrar en estos relatos la condición cenagosa
de un tiempo abyecto, que explotó en 1936. Lo sencillo hubiera sido alinearse
con uno de los bandos en pugna y disfrutar del aplauso posterior y sectario; lo
difícil, colocarse las gafas de la honestidad e ir anotando todo, incluido en
ese todo las bondades de “los otros” y las bellaquerías de “los tuyos”. Hay que
tener un espíritu muy recio para acometer esa tarea, y un corazón dispuesto a
soportar los desdenes que, seguro, te lloverán desde ambos bandos, por “tibio”,
por “traidor”, por Pepito Grillo.
Chaves
Nogales nos habla aquí de señoritos hijos de puta y de obreros vengativos, a la
vez que nos resume anécdotas de señoritos íntegros y de obreros cabales. En ese
amplio abanico, imaginen a la mujer cuyo marido ha sido ejecutado, a la niña
que no sabe si alzar la mano o el puño (porque ignora qué ademán la salvará o
le regalará un balazo), al padre que se destroza las uñas intentando rescatar
el cuerpo de su hijo tras un bombardeo, al soldado que intenta proteger obras
artísticas antes de que pasen los enemigos y las destrocen, al herrero
grandullón que intenta proteger a su familia o a la monja que trata de mantener
su fe mientras todo a su alrededor se confabula para mostrarle la faceta más
amarga y más despreciable de los seres humanos. Y, sobre todo, imaginen a ese
español anónimo (pongan ustedes el nombre que quieran y la ideología que
deseen) que, harto de la monstruosidad de la guerra, se descubre una mañana “sintiendo
el asco y la vergüenza de vivir y de ser hombre”.
Entré en las páginas de A sangre y fuego animado por los elogios que había leído sobre la figura digna, honorable y pura del periodista sevillano, pero la lectura de la obra me ha estremecido mucho más hondamente de lo que preveía. Lo he leído sentado, pero lo aplaudo de pie.
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