Resulta
muy complicado (a mí, al menos, me resulta muy complicado) decidir, tras la
lectura de un libro de Friedrich Nietzsche, si lo amamos o lo odiamos, si nos
parece deslumbrante por su fulgor o nos repele por su petulancia, porque el
autor nos deja bien claro, en todas sus páginas, que él pensó eso antes
que nadie, que él pensó eso mejor que nadie, que él pensó eso con
implacable rigor y quien no lo comprenda es porque no merece dichas
revelaciones. Arduo asunto, porque en cada párrafo sentimos la tensión casi
insoportable de tener que profundizar en unas ideas cuya envoltura epidérmica,
en ocasiones, produce rechazo por su radicalidad, su desdén, su altanería, su solipsismo.
En Ecce homo, que leo en la traducción de Andrés Sánchez Pascual, vuelvo
a encontrarme con dicha tensión, a la que me obligo a sobreponerme. Y cualquier
lector del filósofo alemán sabe que no resulta nada fácil hacerlo, porque
Nietzsche nunca se baja del pedestal, y desde allí nos vocifera con el ceño
fruncido; o, en el mejor de los casos, nos contempla con acre escepticismo.
Siempre hay en sus palabras una extremada agresividad, un temblor de
crispaciones, como si le tuviera que recriminar con fiereza constante a la
Humanidad que no esté a su altura (a lo que él juzgaba que era su
altura) y que no advierta con nitidez la gloria renovadora de sus libros.
Aportemos
algunos ejemplos. Cuando nos habla de Así habló Zaratustra no tiene
empacho en dictaminar: “Con él he hecho a la humanidad el regalo más grande que
hasta ahora esta ha recibido. Este libro, dotado de una voz que atraviesa
milenios, no es sólo el libro más elevado que existe […], es también el libro
más profundo” (p.17); cuando valora el conjunto de sus aportaciones al mundo de
la filosofía nunca se deja embaucar por la timidez (“Tomar en las manos un
libro mío me parece una de las más raras distinciones que alguien se puede
conceder”, p.56); cuando reflexiona sobre el idioma en que escribe concluye sin
rubor que “antes de mí no se sabe lo que es posible hacer con la lengua
alemana” (p.61); cuando evalúa su aportación al mundo creativo literario no se
arredra (“He volado miles de millas más allá de todo lo que hasta ahora se
llamaba poesía”, p.62); cuando resume la aportación de otros filósofos al
ámbito del pensamiento tampoco se deja amilanar por la templanza (“Schopenhauer
se equivocó aquí, como se equivocó en todo”, p.68); cuando manifiesta el asco
que siente ante las personas creyentes resulta de una contundencia malévola
(“Las religiones son asuntos de la plebe, yo siento la necesidad de lavarme las
manos después de haber estado en contacto con personas religiosas”, p.123)... En
fin. Podría seguir apuntando ejemplos durante varias páginas porque, como bien
dice el propio Nietzsche de sí mismo, “me gusta desenvainar la espada” (p.73),
para dejar nítidamente establecido que “antes de mí, todo se hallaba cabeza
abajo” (p.111).
Un libro intenso, de una musculatura hipertrofiada, por el que conviene avanzar con tiento, con cautela, con distancia.
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