lunes, 9 de septiembre de 2024

Ecce homo

 


Resulta muy complicado (a mí, al menos, me resulta muy complicado) decidir, tras la lectura de un libro de Friedrich Nietzsche, si lo amamos o lo odiamos, si nos parece deslumbrante por su fulgor o nos repele por su petulancia, porque el autor nos deja bien claro, en todas sus páginas, que él pensó eso antes que nadie, que él pensó eso mejor que nadie, que él pensó eso con implacable rigor y quien no lo comprenda es porque no merece dichas revelaciones. Arduo asunto, porque en cada párrafo sentimos la tensión casi insoportable de tener que profundizar en unas ideas cuya envoltura epidérmica, en ocasiones, produce rechazo por su radicalidad, su desdén, su altanería, su solipsismo. En Ecce homo, que leo en la traducción de Andrés Sánchez Pascual, vuelvo a encontrarme con dicha tensión, a la que me obligo a sobreponerme. Y cualquier lector del filósofo alemán sabe que no resulta nada fácil hacerlo, porque Nietzsche nunca se baja del pedestal, y desde allí nos vocifera con el ceño fruncido; o, en el mejor de los casos, nos contempla con acre escepticismo. Siempre hay en sus palabras una extremada agresividad, un temblor de crispaciones, como si le tuviera que recriminar con fiereza constante a la Humanidad que no esté a su altura (a lo que él juzgaba que era su altura) y que no advierta con nitidez la gloria renovadora de sus libros.

Aportemos algunos ejemplos. Cuando nos habla de Así habló Zaratustra no tiene empacho en dictaminar: “Con él he hecho a la humanidad el regalo más grande que hasta ahora esta ha recibido. Este libro, dotado de una voz que atraviesa milenios, no es sólo el libro más elevado que existe […], es también el libro más profundo” (p.17); cuando valora el conjunto de sus aportaciones al mundo de la filosofía nunca se deja embaucar por la timidez (“Tomar en las manos un libro mío me parece una de las más raras distinciones que alguien se puede conceder”, p.56); cuando reflexiona sobre el idioma en que escribe concluye sin rubor que “antes de mí no se sabe lo que es posible hacer con la lengua alemana” (p.61); cuando evalúa su aportación al mundo creativo literario no se arredra (“He volado miles de millas más allá de todo lo que hasta ahora se llamaba poesía”, p.62); cuando resume la aportación de otros filósofos al ámbito del pensamiento tampoco se deja amilanar por la templanza (“Schopenhauer se equivocó aquí, como se equivocó en todo”, p.68); cuando manifiesta el asco que siente ante las personas creyentes resulta de una contundencia malévola (“Las religiones son asuntos de la plebe, yo siento la necesidad de lavarme las manos después de haber estado en contacto con personas religiosas”, p.123)... En fin. Podría seguir apuntando ejemplos durante varias páginas porque, como bien dice el propio Nietzsche de sí mismo, “me gusta desenvainar la espada” (p.73), para dejar nítidamente establecido que “antes de mí, todo se hallaba cabeza abajo” (p.111).

Un libro intenso, de una musculatura hipertrofiada, por el que conviene avanzar con tiento, con cautela, con distancia.

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