Seguro
que lo recuerdan: el infeliz Alonso Quijano, después de invertir años de su
existencia en la lectura infatigable de libros de caballerías, incurre en una
peculiar locura: la de creer que puede convertirse, anacrónica y patéticamente,
en un héroe similar a los que pueblan aquellas historias inverosímiles que han llenado
de luz y aventuras sus días y sus noches. La más peregrina de las ideas se ha
introducido en su mente y, germinando como una semilla poderosa, le hace creer
que tan disparatado proyecto es viable. El resto lo conocen de sobra, porque
Cervantes nos lo contó con palabras prodigiosas. En el volumen que hoy quería
comentar para ustedes, titulado La secta de los egoístas, Eric-Emmanuel
Schmitt se propone contarnos un relato que, íntimamente, tiene muchas
conexiones con la ilustre novela de don Miguel. El protagonista es un curioso
personaje que se llama Gaspard Languenhaert, vive en el siglo XVIII y ha
llegado a la singular conclusión de que nada existe fuera de él, y que todo
(las personas, las ciudades, los paisajes) es una creación de su mente. Como es
natural, tan estrafalaria teoría le sirve para alcanzar (al principio) una
diminuta notoriedad entre sus contemporáneos, pero pronto es relegado al
cubículo del desdén y de la locura. Ya en el siglo XX, un erudito que está trabajando
en la Biblioteca Nacional sobre una cuestión de lingüística medieval se entera
casualmente de la existencia de Languenhaert y comienza una larga y compleja
búsqueda de todos los vestigios que puedan quedar sobre su vida y su
pensamiento. Descubre así la Secta de los Egoístas, tan efímera como
rocambolesca, pero cada camino por el que rastrea se va cerrando al poco, como
si existiese una confabulación para que Languenhaert quede borrado de los
anales de la Historia. El histriónico pensador que llegó a sentir “una soledad
en medio de los seres y de las cosas, una soledad acompañada, desesperada,
irremediable, la soledad humana” (p.85) se ha convertido en un auténtico
fantasma, cuyo rastro aparece y desaparece a lo largo de libros y de
manuscritos, como un Guadiana filosófico.
Una narración curiosa, que coquetea con algunas nociones claves de la historia del pensamiento, que nos ofrece un interesante dibujo de los salones aristocráticos del siglo XVIII (es quizá lo mejor de la obra) y que tiene secuencias agradables, aunque sin llegar a ser, en mi opinión, una gran novela. Notable sin llegar al sobresaliente.
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