En
las primeras líneas del prólogo (o pórtico) con el que Vicente Cervera Salinas bautiza
este libro de Zaida Sánchez Terrer llama la atención sobre una fórmula que
utiliza la propia autora: la “breve completud” de sus aforismos. Es decir, la
condensación extrema, quintaesenciada, casi gracianesca, con la que briega la
escritora para alcanzar, con la menor cantidad de palabras posible, el mayor y
más pleno de los mensajes. Trescientas ochenta y nueve veces consigue hacerlo
en el volumen Te lo diré en breve, que publica la editorial MurciaLibro
en formato bilingüe (de las traducciones al inglés se encargan Lara Carrión
Borgoñós y James W.R. Rudd). Y ese caudal de inteligencia, precisión y belleza
(que el poeta Vicente Cervera consigue vertebrar en su prólogo mediante una
taxonomía excelente) nos embriaga de principio a fin, proporcionándonos un
variadísimo caudal de felicidades: miradas hacia el pasado, por las que no
debemos dejarnos embaucar (“En los recuerdos hallamos las ilusiones; en el
espejo, las arrugas”); perspicaces observaciones de orden psicológico (“La
noche es el mejor caldo de cultivo para multiplicar las preocupaciones”);
emotivas confidencias personales, que muchos y muchas nos atreveríamos a
suscribir (“Cuando pienso en mi madre, le agradezco la vida. Cuando pienso en
la vida, le agradezco a mi madre”); ambiguas declaraciones, que podrían leerse
de varias formas y en varios contextos (“Qué difícil levantarse cada día cuando
despiertas en el infierno”); agudas definiciones sentimentales (“La alquimia en
el amor se produce después de muchos años de laboratorio”) y cronológicas (“Los
abuelos nos recuerdan a los niños que fuimos. Ya no estamos aquí, ni ellos ni
nosotros”); asertos donde consigue mezclar humor, política, literatura y
religión (“Qué poco se equivocaron Marx y Verne, así en la tierra como en el
cielo”); consignas que todos los amantes de la literatura aplaudimos con una
sonrisa feliz (“Mis libros favoritos no están en los estantes, están en mi
interior”); definiciones tristes (“Los asilos son las terminales para coger el
último vuelo”), gozosamente libertarias (“Las mujeres que se asomaban antes a
las ventanas ahora están en las calles”) o montessóricas (“Los niños inquietos
no necesitan medicación, necesitan árboles”); o, entre otras mil joyerías, algunos
dibujos verbales que hubiera firmado con deleite Ramón Gómez de la Serna (“El
reloj de arena es un desierto vertical”).
Magnífico trabajo, que se puede abrir por cualquier página y que siempre pasma con el certero filo de la exactitud. Búsquenlo.
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