Varias
veces, a lo largo de mi vida, he tenido entre las manos un libro de Emilia
Pardo Bazán; y varias veces me he propuesto, también, empezarlo y recorrer sus
páginas para descubrir en ellas las posibles bondades que tantos comentaristas
le han encontrado en el último siglo. De forma inexplicable, nunca lo he hecho,
salvo mi pequeña aproximación a sus cartas, que abordé el verano pasado. Hoy
comienzo a eliminar esa torpeza con mi lectura de La sirena negra, una
obra de gran tensión psicológica en la que ocupa lugar central el adinerado y
confuso Gaspar de Montenegro, un “meditativo sensual” que lleva años
coqueteando con la bohemia, el alcohol y el descarrío y que, reacio a
vincularse matrimonialmente con Trini, la hermosa muchacha que su hermana le
propone, se siente en cambio deslumbrado con la figura de Rita Quiñones,
enferma de tuberculosis y madre del pequeño Rafael. No siente por ella pasión
amorosa o sexual de ningún tipo, pero hay una extraña atracción que lo impele a
mantenerse a su lado hasta que, cuando la Parca se la arrebata (impresionante
capítulo V, con Gaspar teniendo un sueño sobre la Danza de la Muerte), decide
adoptar a su hijo (“Declaro que el niño me es necesario, que carezco de algo
que me adhiera a este mundo tan deleznable, tan mísero…”, p.72). Su hermana
Camila lo juzga loco por esta decisión, que juzga inverosímil; pero Gaspar, que
ha tenido una vida crápula y licenciosa, destinada a una muerte insulsa, siente
que el niño “se interpone y me defiende” (p.84) de tal atroz destino.
Esa
decisión antinatural lo obliga a contratar a dos personas: un ayo que se ocupe
de la futura educación de Rafael (el señor Solís) y una institutriz que
encarrile la ternura de su infancia (Miss Annie). Trini, incapaz de casarse con
un hombre que aportaría al matrimonio un hijo “anómalo”, se aparta de él.
Estos
serían, digamos, los ingredientes argumentales de la obra, pero sin duda la
médula de este libro hay que buscarla en la exploración psicológica que Emilia
Pardo Bazán realiza no solamente en Gaspar de Montenegro, sino también en las
figuras que lo acompañan y rodean, por cuyo interior nos paseamos con pasmosa
intensidad. Por ejemplo, Gaspar comienza siendo un nietzscheano de manual (“Ni
quiero ser eso que llaman bueno, ni menos apiadarme de nadie, porque la piedad
es un descenso; el hombre superior es insensible, está revestido de bronce.
Todo cuanto hago, incluso lo que ofrece aspecto de buena obra, hágolo por
propia conveniencia”, p.113), pero después los meandros de la vida lo irán
conduciendo en otra dirección, cuando comprenda que la Muerte y la Nada no son
territorios atractivos o deseables, sino meras equivocaciones de la desolación
(“Ahora creo discernirlo con lucidez total: estaba enfermo del alma, y es la
salud lo que han de darme las dos supremas representaciones de la existencia:
el Niño y la Mujer”, p.173). No obstante, bastarán unos minutos de arrebato
(permítanme que no les desvele su origen) para que su vida vuelva a sufrir un
vuelco aparatoso.
Todos los protagonistas, en mayor o menor grado, sufren los zarpazos de una sociedad y una vida en la que no encajan, bien por su excesivo conformismo (Camila), bien por su agónica búsqueda de otros derroteros (Gaspar), bien por el rencor derivado de su pobreza (Desiderio), bien por la amargura que le depara su rigidez (Annie). Ninguno de ellos es plenamente feliz. Ninguno se resigna a no serlo. Ninguno lo logrará.
He quedado encandilado con la escritura de Pardo Bazán y con la excelencia de su bisturí psicológico. Ahora sé seguro que repetiré con ella.
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