Confieso (no me queda
otra, como diría un castizo) mi impotencia para resumir, o reseñar, o comentar
este disparate, este maelstrom, esta fiesta de la inteligencia y de la
exuberancia, este vademécum de exquisiteces y provocaciones, este baúl de
libros y pentagramas, esta plétora de alcoholes y paisajes y lealtades, que
lleva por título Al otro lado del espejo (Conversaciones ordenadas por Csaba
Csuday), que leo en la edición de la Universidad de Murcia (2001). Me
rindo. Le he dado muchas vueltas y, cuando creía haber encontrado un hilo que sirviese
para vertebrar todas las ideas y citas que he subrayado en el tomo (son
legión), de pronto me daba cuenta de que lo estaba expresando al revés, o de
forma incompleta, o sin el debido rigor, o dejándome en el tintero (en el
teclado) demasiados perfiles lujosos, demasiados detalles significativos o
tributarios del esplendor. ¿Se trata de una torpeza mía? No seré tan petulante
ni tan engreído como para descartarlo; pero creo que, sobre todo, la raíz del
asunto hay que buscarla en la condición oceánica (y mercúrica) de este tomo,
donde se alinean y conectan recuerdos de amigos, fragmentos de reseñas sobre
obras de Álvarez, retratos verbales impagables sobre él, aproximaciones
periodísticas y, por encima de cualquier otro ingrediente, un chisporroteo de
luces que, emanando de la boca del poeta, convierte el tomo en algo inabarcable
e ingobernable. Desatado en sus afirmaciones categóricas, el director del Museo
(de cera) reitera innumerables veces la palabra “amo” (Baudelaire, Tácito,
Villon, Borges, Flaubert, Chopin, Bach, Rubinstein, Callas, Aleixandre, Espríu,
Gil de Biedma, Mizogushi, Lester Young, Shakespeare, Montaigne, Lampedusa,
Durero, Velázquez, Judy Garland, Kavafis) y la palabra “detesto” (aquí me
permitirán que me acoja a la cortesía amable de no anotar nombres). Y en ese
Mediterráneo de filias y fobias, la isla del tesoro de sus opiniones sobre la
sensibilidad (“Apreciar una obra de arte, un libro, requiere inteligencia, buen
gusto, nobleza de espíritu. Para quemarlo basta con una cerilla”), sobre el
público (“¿Por qué tanta obsesión con el público? Ni que fuésemos vendedores de
electrodomésticos”), sobre la belleza (“Lo que consigue la belleza ya lo es
siempre”), sobre el mundo en que vivimos (“Cercado por bárbaros de cualquier
ideología, el artista tiene una sensación de condenado a muerte”), sobre sí
mismo y su método de vida (“Siempre he comido y bebido y fumado, y demás
artificios, todo lo que he tenido ganas. Y nunca, deportes. […] No cabe duda de
que mi salud ha sido fortificada por el alcohol y el tabaco”) o sobre la
política del futuro (“Si lo considera usted sin prejuicios, no hay, ni habrá,
más gobierno que la televisión. […] Todos los gobiernos desean tener un dominio
cada vez más absoluto sobre las personas, un control más eficaz. En la medida
que lo consigan la vida irá degradándose”).
Camilo José Cela, al que quizá
Álvarez no tiene en muy alta consideración (afirma que después de Baroja no ha
habido novela en España), explicó a Joaquín Soler Serrano que todos somos
poliédricos, y que según la luz incida en una de nuestras caras o aristas el
resultado será diferente. Es muy posible que sea cierto. Y si lo es (que yo
juzgo que sí), José María Álvarez debe de ser uno de los poliedros más
fastuosos, desconcertantes y sugerentes del mundo. Pueden acercarse a estas
páginas para comprobarlo.
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