Cuando
tuve en mis manos por primera vez el volumen Señoras y señores, de
Vicente Verdú, yo andaba aún lejos del medio siglo, así que no experimenté (para
qué voy a decirles otra cosa) una curiosidad excesiva por el libro. Pero ahora,
cuando ya he ingresado con holgura en esa franja (de Gaza), me abismo por fin
en sus líneas. Y qué delicia, oigan. Qué maravilloso retrato global de las
emociones, éxitos, certidumbres, zozobras, rarezas, fracasos y sabidurías que
se obtienen en esa (en esta) prevejez.
Constata
Verdú (con una prosa excelente, maravillosa) algunas peculiaridades de esa edad
complicada, interregno y frontera, en la cual, pasada “la bisectriz de la edad”
(p.173), se empieza a ser invisible desde el punto de vista erótico; y también se
empieza a resultar inexistente para el mundo de la publicidad (salvo para los
anuncios de gafas, audífonos y seguros de vida). El espejo, que pudo ser un
aliado o un colega, ahora es una fuente desagradable de sorpresas, porque nos
devuelve una imagen que nos parece infiel o inexacta. Las fotografías ya nunca
muestran la cara o el cuerpo que creemos tener. Los vídeos se obstinan en dejar
clara “nuestra creciente obsolescencia” (p.83). Y la muerte se convierte en un
territorio que se aproxima con inquietante chirrido, después de dejarnos
“tiroteados por los años” (p.123).
¿Se
puede entender este ensayo a los veinte, a los treinta, a los cuarenta? Yo creo
que no. Pero si ustedes han llegado ya al medio siglo, les ruego que no se
priven del placer intelectual de acercarse a estas páginas, ante las cuales se
encontrarán docenas de veces asintiendo con la cabeza. E insisto: qué prosa,
oigan. Auténtica maravilla. Como muestra, les dejo algunas de las frases que he
subrayado en el tomo, aunque les adelanto que son una pequeñísima porción de
las que ustedes, seguro, subrayarán.
“Como regla maestra, a esta edad debe abandonarse la vanidad de considerar el cuerpo como pieza a exhibir y, en consecuencia, conducirse con la ropa de modo que lo que se lleve encima patentice su vocación de tapar y no de enaltecer”. “Lo normal no es ahora tener salud, sino ir tras ella, buscarla, recuperarla”. “El silencio coagula la discordia, paraliza la dialéctica del desacuerdo y permite vivir como en una piscina de mercurio, blindada, refulgente”. “La muerte, en fin, no nos necesita: la muerte nos ignora. ¿Por qué no ignorar, por tanto, a la muerte?”. “Los recuerdos de otros muertos que prosiguen activos en nuestra memoria son como cintas de vídeo que vamos distribuyendo a otros seres vivos y cercanos que no les conocieron”. “No es igual aceptarse que aceptar a los otros, pero siempre es más factible tolerar a los demás cuando uno ha tropezado repetidamente con la imposibilidad de ser mejor y ha reconocido su insuficiencia”. “Nos iremos, pues, a la tumba atiborrados de sueños, deseos, invenciones”. “Cuando los sueños, por fin, se extinguen y los oídos dejan de escuchar los cantos de sirenas, el hecho de vivir puede cobrar una dignidad benefactora mediante la aceptación del fracaso”. “La vida viene a ser, una y otra vez, en cualquier tiempo, la mejor edad donde ser feliz”.
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