Se
precisan veinte o treinta segundos para descubrir en Internet que la escritora
neozelandesa Katherine Mansfield murió nada más empezar el año 1923; y que la
escritora española Carmen Conde vino al mundo en agosto de 1907. Es decir, que
la segunda era una adolescente (que acababa de volver de Melilla y aún no había
comenzado a estudiar Magisterio en Murcia) cuando la primera falleció
prematuramente en Francia. No llegaron, como es lógico, a conocerse. Pero la
magia insondable de la literatura les permitió convertirse en amigas cuando la
cartagenera leyó los diarios y epístolas de la wellingtoniana y experimentó la
gran afinidad espiritual y artística que las vinculaba. Surgen así estas
delicadísimas Cartas a Katherine Mansfield, que leo en La Bella
Varsovia, en edición de Fran Garcerá. En ellas, la futura académica de la RAE se
dirige a Mansfield y le habla sobre la inspiración, sobre la temperatura del
corazón, sobre los paisajes y los estados del alma, sobre escritoras a las que
admira. Es verdad que no recibe ninguna aparente respuesta, pero tiene bien
claro que “la amistad no necesita, a veces, del mutuo alimento; basta que uno
de los amigos hable, piense, ame, aunque el otro calle y sea invisible” (p.72).
Sabe que la joven neozelandesa es su “elocuente callada amiga” (p.41) y eso le
basta para seguir comunicándose con ella, de corazón a corazón, de espíritu a
espíritu. Ambas fueron amantes de la literatura y del arte, ambas fueron
sensibles y líricas, y ese hilo las une de forma estrecha, hasta convertir a
Katherine en “la más perfecta corresponsal que tuve” (p.39).
El resultado (que se enriquece con un estudio prologal de brillante factura y con un anexo fotográfico realmente hermoso) constituye todo un regalo para las personas sensibles, que lo leerán despacio, paladeando cada frase y cada párrafo, sabiéndolos compendios de miel, inteligencia y belleza. Memorable.
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