Termino
el libro Movimiento perpetuo, de Augusto Monterroso, y lo hago con una
(¿cómo diríamos?) moderada sonrisa. He ido viendo cómo el autor nos sugería la
conveniencia de elaborar una detallada antología sobre las moscas; nos hablaba
de los seudónimos como disfraz literario tímido e imperfecto; dedicaba tres
páginas de fervorosa admiración al argentino Jorge Luis Borges; acopiaba una
irregular colección de palíndromos o nos detallaba las sorprendentes peripecias
sufridas mientras intentaba desprenderse de medio millar de libros. El humor,
sí. La condición miscelánea del volumen, también. Algunas frases que he
subrayado con rotulador rojo (“Dios todavía no ha creado el mundo; sólo está
imaginándolo, como entre sueños. Por eso el mundo es perfecto, pero confuso” /
“Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea”), por descontado.
La elegancia de la prosa, quién lo duda.
Pero
(¡ah, la aspereza jodida de los nexos adversativos!) al final surge la pregunta
de si este volumen me ha resultado memorable. Y lo cierto es que no. Hay
algunos hermosos hilitos de colores, pero no alcanzo a encontrarle la belleza
al tapiz. Y mira que lo he intentado de buena fe. La culpa, desde luego, será
mía. Aceptado. Sin bromas: aceptado.
Pero (¡ah, otra vez la aspereza jodida de los nexos adversativos!) me tendría que pensar mucho, pero mucho, una segunda visita a este autor.
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