La
historia de Edipo (o Édipo, pues de ambas maneras lo he visto en las historias
que sobre él he leído) es tan triste como famosa: el hijo repudiado por sus
padres que, sin ser consciente de ello, cumple con la terrible profecía de
matar a su padre y desposarse y tener hijos con su madre. Sófocles y Sigmund
Freud, entre otras mentes ilustres, exploraron los matices psicológicos y
literarios de esa situación anómala. Ahora busco y encuentro en Eurípides la
continuación del drama. Tras vaciarse los ojos, Edipo decide recluirse en
palacio y abandonar el poder en las manos de sus hijos Eteocles y Polinices,
que se alternarán en su ejercicio. Pero Las fenicias, que saboreo en la
versión rítmica de Manuel Fernández-Galiano, nos explica cómo, casi desde el
principio, se producen desacuerdos entre los dos hermanos: Polinices aceptaría
el turno rotatorio en el poder, pero Eteocles no participa de esa flexibilidad:
su ambición es tan evidente y tan desaforada que fuerza una situación tensa de
enfrentamiento. Yocasta, madre dolorida, intenta que lleguen a un pacto
fraternal, pero resulta inútil: pronto se declara la guerra entre los hermanos.
En esa agria disputa perderán la vida ambos, lo que provoca que Yocasta, viendo
segadas las respiraciones de sus hijos, decida coger una de las espadas y poner
fin a su propia existencia. Tras esa catarata de sangre, Creonte (hermano de
Yocasta) ordena al ciego Edipo que abandone la ciudad para que su presencia no
atraiga más desdichas hacia sus muros. Antígona, hija solícita, se irá con él
al destierro.
Admirable en la construcción del drama y conmovedor en la elección de todos los parlamentos, Eurípides nos entrega una pieza espléndida, que nos sirve para completar (aunque no para cerrar) la tragedia de Edipo, de la cual extraigo también dos sentencias salidas de la boca de Yocasta: “Es cosa de siervos callar lo que uno piense” y “Es la discusión lenta fuente de sensatez”. Perfectas frases sobre las que meditar.
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