Josep
Pla, con apenas treinta y cuatro años, es enviado a Madrid por su periódico
para que cubra todas las noticias relacionadas con los cambios políticos de
1931. Esas páginas, ahora traducidas por Xavier Pericay, son las que
constituyen el tomo Madrid. El advenimiento de la República, donde
tenemos ocasión de volver a disfrutar con la prosa exacta, envolvente y rotunda
del coloso de Palafrugell.
“Confieso
que de Madrid apenas me interesa nada. Es una ciudad donde se come pésimamente
[…]. En general, la vida intelectual de esta ciudad no tiene el menor interés
[…]. Casi todo su confort es aparente y falso”. Son palabras muy claras del
joven periodista, que pronto lo llevan a una conclusión: “Toda esta realidad
hace que aquí, en Madrid, me vea prácticamente obligado a pasar muchas horas
sumergido en una misantropía flotante, en una soledad casi completa. No me
queda otro recurso que el de llevar un dietario y escribir mis impresiones”. He
ahí la clave de este libro.
Tras
la victoria de las ideas republicanas en las elecciones municipales del 12 de
abril, la nueva bandera es izada en el Palacio de Comunicaciones. Todos
aquellos que habían manifestado hasta esa jornada sus simpatías monárquicas
comienzan a camuflarlas con gran rapidez, y Pla vive esas horas desde el centro
mismo de la capital de España. Ve a Menéndez Pelayo “ante una taza de café y
una copita de coñac”; ve a Julio Camba, que manifiesta con seriedad o con humor
sus deseos (“Aspiro a una embajada. Tengo méritos, creo yo, suficientes”); ve
al exsenador Manteca, quien “me dice que acaba de crearse una nueva palabra,
que es la palabra enchufismo”; ve a Unamuno, quien después de haber
sufrido un robo en el tranvía sostiene que “esto de la República va mal, muy
mal”; nos habla de la importancia del Ateneo en la nueva situación política
española; o nos ofrece su visión sobre la quema de conventos (la cual “ha
gustado poquísimo en Madrid, por no decir que no ha gustado nada”). No hay
apenas elementos significativos que escapen a su curiosidad: los caracteres de
Azaña, Alcalá Zamora o Lerroux; el aroma triunfal o derrotista que se dispersa
por las calles; los problemas que se avecinan y que no está seguro de que el
nuevo régimen político pueda resolver con facilidad (la reforma agraria o el
siempre delicado asunto de Cataluña, por ejemplo)… Josep Pla mira con afán y
convierte en tinta toda esa atmósfera. Pero, en medio de sus observaciones, por
lo general muy juiciosas y ponderadas (“creo”, “puede que”, “quizá” son
locuciones que profusamente se encuentran en estas páginas), también brilla con
luz negra (o cuando menos enigmática) algún párrafo, como el que dedica a la importante
supresión de la pena de muerte, el 8 de noviembre, decisión que parece no
resultar de su agrado: “El humanitarismo teórico ha causado, a lo largo de la
historia, una cantidad de víctimas incontable, ingente. A estos diputados que
han votado la supresión de la pena de muerte, ¡cuántos entierros les va a tocar
presidir!”.
Una buena forma de sumergirnos en estos meses cruciales de la Historia de España, a través de los ojos de un prosista elegante y subyugador.
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