jueves, 5 de octubre de 2023

Diarios

 



Es complicado (anuncio que la reseña será más larga de lo habitual) resumir un diario que supera, en su versión reducida, las mil páginas, porque son muchos los temas, los personajes, las reflexiones, los matices que incorpora. Y me estoy refiriendo concretamente a los Diarios de Tolstói, que Selma Ancira extracta y anota con brillantez para la editorial Acantilado, que han llenado muchas de mis últimas noches en dosis de 25 páginas diarias, llenas de subrayados, signos de exclamación, aplausos y fruncimientos de cejas. El escritor León (así comencé a leerlo en mi juventud) o Lev Tolstói siempre me ha producido asombro y una gran admiración… pero de la persona Tolstói hay muchos perfiles, ángulos y detalles que me resultan no solamente extraños, sino repelentes.

Veamos un aspecto menor: la anotación escrupulosa de sus erosiones físicas, que van desde lo bien o mal que ha pasado la noche (indicando horas de sueño o veces que se ha despertado) hasta el surtido catálogo de sus enfermedades. Sirva un breve resumen diacrónico como muestra: “Pesqué una gonorrea” (marzo 1847); “Tuve diarrea” (marzo 1852); “No estoy bien, hemorroides” (abril 1852); “Estoy muy enfermo. Creo que es tisis” (agosto 1854); “Tengo un dolor en el pecho” (mayo 1857); “Me duele el labio” (junio 1857); “Dolor de garganta” (septiembre 1857); “Dolor de muelas” (enero 1863); “Me duele el hígado” (octubre 1865); “Me duele un poco la pierna” (abril 1889); “Tuve una inflamación en el párpado” (mayo 1891); “Tengo dolor de espalda” (julio 1894); “Tuve un terrible cólico de cálculos biliares” (junio 1895); “Me duele el corazón” (enero 1897); “Un terrible forúnculo en la mejilla” (septiembre 1897); “Tengo dolor de lumbago” (enero 1899); “He tenido fiebre constantemente” (agosto 1908)… ¿Será necesario seguir? Entiendo que no. En este apartado, los Diarios son tan detallistas como intrascendentes.

Veamos otro aspecto, mucho más interesante y mucho más conflictivo, que nos obliga a hurgar en una llaga incómoda: la brutal, despiadada, continua misoginia de la que hizo gala, desde su juventud hasta su fallecimiento, el escritor ruso. Tal vez se deba a una boda insatisfactoria; tal vez a la mala suerte en su relación con las mujeres. Lo único irrebatible, por más que se lo intente dulcificar, es el desprecio que siempre reservó para las representantes del género femenino. El florilegio de citas que aporto podría ser diez veces más extenso y diez veces más vomitivo. Eludan leerlo las personas impresionables: “Mantente alejado de las mujeres. Porque, en realidad, ¿de dónde nos vienen la lujuria, la voluptuosidad, la frivolidad en todo y otros muchos vicios sino de las mujeres? ¿Quién tiene la culpa de que nos privemos de los sentimientos que nos son innatos (la valentía, la firmeza, la sensatez, la justicia, etcétera) sino las mujeres?” (1847); “Las mujeres son fuertes por su frialdad y por una capacidad de mentira, de astucia, de adulación” (1884); “Nadie es capaz como las mujeres de hacer tonterías y suciedades de una manera pulcra y hasta gentil y sentirse plenamente satisfechas” (1889); “Si los hombres no estuvieran ligados a las mujeres por un sentimiento sexual y por la indulgencia que de ahí se deriva, verían claramente que las mujeres (en su mayoría) no los entienden y no hablarían con ellas. Con excepción de las vírgenes” (1890); “La moda intelectual de celebrar a las mujeres, de afirmar que no solamente son iguales a los hombres en sus capacidades espirituales, sino que son superiores, es una moda deplorable y dañina” (1891); “Mujeres pintoras, mujeres músicas. Pueden hacerlo todo. Y, como monos, se lo han copiado todo a los hombres” (diciembre 1893); “Una buena vida conyugal sólo es posible si la mujer tiene la convicción consciente, adquirida mediante la educación, de someterse siempre a su marido (en todo, por supuesto, salvo en las cuestiones del alma, religiosas)” (agosto 1895); “Desde hace setenta años mi opinión sobre las mujeres no hace sino bajar, y es necesario que baje más y más todavía. ¡La cuestión femenina! ¡Por supuesto que hay una cuestión femenina! Sólo que no es para que las mujeres se pongan a dirigir la vida, sino para que dejen de arruinarla” (noviembre 1899); “Es evidente que todos los desastres, o una gran parte de ellos, provienen de la desvergüenza de la mujer” (diciembre 1900); “La compañía de las mujeres es útil porque puedes ver que no debes ser como ellas” (agosto 1909). Sutil, lo que se dice sutil, no lo fue realmente.

Tampoco fue complaciente o moderado en sus opiniones literarias, que rara vez se deslizan hacia el elogio amable y sí que lo hacen, con mucha más frecuencia, por el talud del desdén: Nietzsche le parece un mero loco; Shaw, un pobre patán; de su compatriota Chéjov nos dice que “no es bueno, es mezquino” (marzo 1889); de Shakespeare opina que “comenzó a ser valorado cuando se perdió el criterio moral” (abril 1897); de Maupassant dictamina que “el pobre no tiene nada que decir” (agosto 1884); Montaigne “ha envejecido” (febrero 1891); y el Fausto, de Goethe, queda etiquetada como “una obra pésima” (septiembre 1906).

También he marcado en estos tomos bastantes líneas que, por su inteligencia, brillo o sentido común, me han parecido memorables. Incluirlas todas en este pequeño comentario lo alargaría de forma casi inadmisible, pero no me resisto a transcribir algunas: “Hemos llegado a un punto tal de cretinismo que la sola expresión de nuestros pensamientos nos parece un crimen” (abril 1884); “Si el marinero decidiera que su objetivo es evitar las crestas de las olas, ¿adónde llegaría?” (agosto 1886); “¡Qué terrible error de nuestro mundo considerar el trabajo, la labor, como una virtud! En nada se parece a la virtud, más bien es un vicio. Cristo no trabajó. Esto hay que dejarlo claro…” (septiembre 1889); “Toda nuestra civilización está construida sobre los cadáveres de hombres oprimidos” (noviembre 1891); “La única arma que es más fuerte que los gobiernos: la opinión pública” (febrero 1895); “Cuanto más enferma está la sociedad, más instituciones para tratar los síntomas aparecen y menos nos preocupamos de cambiar la vida” (febrero 1896); “Cuando un autor escribe, nosotros -los lectores- colocamos una oreja sobre su pecho, escuchamos y decimos: Respire” (octubre 1896); “Las personas particulares jamás matarán ni asesinarán ni robarán ni la milésima parte de lo que matan y roban los gobiernos, es decir, la gente que se considera con derecho a matar y a robar” (agosto 1904).

Pero hay un aspecto de este millar de páginas que me las volvía insufribles en algunos tramos: la obsesión religiosa y moral de Tolstói. No se trata (dejémoslo claro) de un tema, sino de un sofocante aluvión de esfuerzos por parte de Tolstói, que empeña toda su vida en constreñirse a unos principios que constantemente infringe (ludopatía, alcohol, tabaco, deseo sexual), lo que genera en su corazón y en su prosa un chapoteo recurrente de caídas y propósitos de enmienda que, si al principio suena admirable, pronto cansa y rechina:  cuando está con una mujer siente que peca de lujuria (“La copulación es un horror que no se puede ver, en el que no se puede pensar sin asco”, mayo 1891); cuando juega a las cartas se siente culpable; cuando miente, por nimio que sea su embuste, se retuerce en lágrimas; si habla de sus proyectos literarios, se juzga vanidoso; si se levanta un poco más tarde de lo habitual, abomina de la pereza… Esta inhumana tensión moral lo presenta como un ser aburridamente almidonado, que provoca más enojo que admiración. Y no digamos nada de su esfuerzo para acomodarse a los supuestos del más puro cristianismo ascético: se siente feliz cuando lo insultan (“Me han ofendido. ¡Qué maravilla! Puedo perdonar”, anota en julio de 1906); le alegra que Dios se haya llevado a su hijo, porque esa prueba de fe lo mejora (y abomina de que su esposa llore o lamente la pérdida); reniega del sexo (“¿Qué puede haber más abyecto que las relaciones sexuales? Basta describir con detalle el acto sexual para provocar la repulsión más terrible”); etc. Es curioso que todos a su alrededor sean unos inmorales y que él sufra porque se siente impelido a compadecerlos, a tolerarlos, a perdonarlos. Proliferan en estos tomos las ocasiones en que Tolstói escribe “me contuve” o “perdono”: la primera fórmula revela una actitud forzada, antinatural, postiza; la segunda, altanería.

Si a usted no le interesan esas mojigaterías moralizantes, le aconsejo que no se sumerja en este volumen: se las encontrará casi en cada página.

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