jueves, 19 de octubre de 2023

Las memorias de Maigret

 


Imagino que serán muy pocos los lectores que ignoren la existencia literaria del comisario Maigret, inventado por el prolífico Georges Simenon y protagonista de casi ochenta novelas. Se trata de un personaje que ha adquirido fama mundial, no solamente en el mundo de la letra impresa, sino también en los ámbitos de la televisión y el cine, donde ha sido interpretado por actores de la talla de Charles Laughton, Richard Harris, Gérard Depardieu o Rowan Atkinson. Hoy he vuelto a acercarme a ese territorio narrativo a través del volumen Las memorias de Maigret, que traduce Joaquín Jordá y que nos presenta una historia bien curiosa, porque es el propio Jules Maigret quien decide contarnos los auténticos detalles de su relación con el escritor belga, en una especie de “Memorias” (aunque repite varias veces que la palabra ni le gusta ni le parece exacta).

Nos cuenta, para iniciar su narración, que, hacia 1927 o 1928, visitó la comisaría donde él trabajaba un joven llamado Georges Sim que necesitaba “conocer el funcionamiento de la Policía judicial” (sic) para ambientar mejor sus obras. No estaba en absoluto interesado en los delincuentes profesionales (“Su psicología no plantea ningún problema”, afirmaba), sino en los seres humanos corrientes, “las personas como usted y como yo, que un buen día acaban matando sin estar preparados para ello”. A partir de entonces, Sim comenzó a publicar algunas novelitas de quiosco usando el apellido del policía para su protagonista, al que convirtió en un personaje célebre, hasta el punto de que el propio novelista se animó a firmar los libros con su auténtico apellido: Simenon.

Ahora, consolidado el personaje y establecida entre comisario y escritor una buena amistad, Maigret ha decidido escribir estas páginas para precisar lo que de exacto o de fantasioso detecta en el personaje que Simenon creó, aunque es consciente del ridículo al que se expone (“Pareceré un cascarrabias que insiste en retocar su retrato”, dice en el capítulo 2). Aporta, por ejemplo, un buen número de detalles acerca de su familia y niñez, que Simenon (quien “ha necesitado cerca de ochocientas páginas para narrar su propia infancia”, cap.3) omite siempre. Inició estudios de medicina, pero acabó ingresando en la Sûreté en un puesto humilde de repartidor de correspondencia. Conoció a su futura esposa en una fiesta (esa misma esposa que ahora, años después, está revisando sus páginas conforme él escribe, mostrándole su conformidad o su desacuerdo con los detalles que nos va suministrando). Durante años, se dedicó a detener prostitutas de poca entidad, vigilar a los timadores de la Gare du Nord, registrar hoteles de medio pelo en busca de inmigrantes sin los papeles en regla… Y al fin, ya jubilado, el viejo Maigret reivindica para sí mismo y para sus compañeros de profesión la noble condición de “funcionarios”: seres que realizan un trabajo donde no hay heroísmo, desprecio ni jactancia, sino solamente la voluntad de mantener un equilibrio social razonable.

Un curioso experimento en el que Georges Simenon concede status de voz viva a su criatura, permitiéndole discrepancias, matizaciones y hasta protestas airadas, en un relato que exhala aromas cervantinos y unamunianos.

Merece la pena.

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