Imagino
que serán muy pocos los lectores que ignoren la existencia literaria del
comisario Maigret, inventado por el prolífico Georges Simenon y protagonista de
casi ochenta novelas. Se trata de un personaje que ha adquirido fama mundial, no
solamente en el mundo de la letra impresa, sino también en los ámbitos de la
televisión y el cine, donde ha sido interpretado por actores de la talla de
Charles Laughton, Richard Harris, Gérard Depardieu o Rowan Atkinson. Hoy he
vuelto a acercarme a ese territorio narrativo a través del volumen Las
memorias de Maigret, que traduce Joaquín Jordá y que nos presenta una
historia bien curiosa, porque es el propio Jules Maigret quien decide contarnos
los auténticos detalles de su relación con el escritor belga, en una especie de
“Memorias” (aunque repite varias veces que la palabra ni le gusta ni le parece
exacta).
Nos
cuenta, para iniciar su narración, que, hacia 1927 o 1928, visitó la comisaría
donde él trabajaba un joven llamado Georges Sim que necesitaba “conocer el
funcionamiento de la Policía judicial” (sic) para ambientar mejor sus obras. No
estaba en absoluto interesado en los delincuentes profesionales (“Su psicología
no plantea ningún problema”, afirmaba), sino en los seres humanos corrientes,
“las personas como usted y como yo, que un buen día acaban matando sin estar
preparados para ello”. A partir de entonces, Sim comenzó a publicar algunas
novelitas de quiosco usando el apellido del policía para su protagonista, al
que convirtió en un personaje célebre, hasta el punto de que el propio
novelista se animó a firmar los libros con su auténtico apellido: Simenon.
Ahora,
consolidado el personaje y establecida entre comisario y escritor una buena amistad,
Maigret ha decidido escribir estas páginas para precisar lo que de exacto o de fantasioso
detecta en el personaje que Simenon creó, aunque es consciente del ridículo al
que se expone (“Pareceré un cascarrabias que insiste en retocar su retrato”, dice
en el capítulo 2). Aporta, por ejemplo, un buen número de detalles acerca de su
familia y niñez, que Simenon (quien “ha necesitado cerca de ochocientas páginas
para narrar su propia infancia”, cap.3) omite siempre. Inició estudios de
medicina, pero acabó ingresando en la Sûreté en un puesto humilde de repartidor
de correspondencia. Conoció a su futura esposa en una fiesta (esa misma esposa
que ahora, años después, está revisando sus páginas conforme él escribe,
mostrándole su conformidad o su desacuerdo con los detalles que nos va
suministrando). Durante años, se dedicó a detener prostitutas de poca entidad,
vigilar a los timadores de la Gare du Nord, registrar hoteles de medio pelo en
busca de inmigrantes sin los papeles en regla… Y al fin, ya jubilado, el viejo Maigret
reivindica para sí mismo y para sus compañeros de profesión la noble condición
de “funcionarios”: seres que realizan un trabajo donde no hay heroísmo,
desprecio ni jactancia, sino solamente la voluntad de mantener un equilibrio
social razonable.
Un
curioso experimento en el que Georges Simenon concede status de voz viva a su
criatura, permitiéndole discrepancias, matizaciones y hasta protestas airadas,
en un relato que exhala aromas cervantinos y unamunianos.
Merece la pena.
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