Suelen
resultarme muy agradables los libros de memorias, así que me acerco a ellos con
cierta frecuencia; y más aún cuando están escritos por novelistas a quienes
admiro o que me despiertan curiosidad. De tal forma que cuando cayó en mis
manos este volumen de Adolfo Bioy Casares no me lo tuve que pensar mucho a la
hora de abrir sus páginas. Bioy habla de los caballos y perros que tuvo o soñó
durante su infancia; de los versos gauchescos que escuchaba en casa (desde
Estanislao del Campo hasta el Martín Fierro); de su paulatina afición al
cine (“La sala de un cinematógrafo es el lugar que yo elegiría para esperar el
fin del mundo”, p.43); de su primera publicación a los quince años (un libro
costeado por su padre, del que se lanzaron trescientos ejemplares); de sus
fracasos en el mundo sentimental (“La adolescencia fue para mí una verdadera
iniciación en derrotas. Por esos años los amores desdichados tendieron a
convertirse en costumbre”, p.58); de su distancia fría con el proyecto estético
de las Ocampo y el grupo Sur; de la exitosa colección de novelas negras que
Borges y él urdieron bajo la carpa protectora del sello Emecé; de su intensa
relación con el eterno candidato al premio Nobel de Literatura (“Para mí, la
amistad con Borges fue un regalo de la suerte. Fue la primera persona que
conocí para quien nada era más importante que la literatura”, p.109); e incluso
de una divertida anécdota acaecida durante su niñez (“Para la comunión me
confesé con monseñor Devoto. Con voz engolada y alta me preguntó qué pecados
cometía. Le dije que fornicaba. “¿Con varones o con mujeres?”, preguntó. Me
apresuré a asegurar que solamente con varones, porque en casa me habían hecho
creer que fornicar era decir malas palabras”, p.158). Al final, reserva una
treintena de páginas a detallar los pormenores (de tono biográfico o de
reflexión estilística) de algunas de sus obras, sobre todo en el ámbito del
cuento.
Pero
(ay, los peros) la obra me ha dejado absolutamente frío. No he sentido
que Bioy desplegase en ella ningún primor literario de especial relevancia, que
es lo que en el fondo iba buscando. Todo ha quedado (o me parece que ha
quedado) en una filatelia correcta, en un museo ordenadito y sobrio, apolíneo y
atildado, sin que emerjan por lado alguno los brillos del humor o de la
literatura. Lo triste es que esa sensación me suele acompañar cada vez que termino
un libro suyo: es probable que no se trate de un narrador al que vaya a volver
demasiadas veces.
Y bien que lo siento.
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