Lo
he leído cien veces y en cien sitios distintos. Da igual. Me sigue provocando
una infinita tristeza, cada vez que vuelvo a encontrarme con la descripción,
sea en el libro que sea. Antonio Machado, con su hermano José y con su madre
(además de otros familiares y amigos), cruzando la frontera francesa y llegando
al pequeño pueblo pescador de Collioure, del que ya no pasaría y en el cual
sigue reposando. Es una escena tan lánguida, tan llena de frío, tan repleta de
derrota, que logra que las lágrimas me inunden los ojos; no lo puedo remediar.
Tampoco quiero hacerlo. Y si la pregunta que se me formula es por qué leo
tantas veces la misma historia, si ya conozco su desarrollo (atroz) y su final
(terrible), la respuesta es sencilla: porque me gusta recordar lo que no debió
ocurrir, porque experimento la desazón retrospectiva de encontrarme una y otra
vez con aquella España cavernícola y sangrienta, con aquel país cainita y
sañudo, que se cebó de forma inmisericorde con el medio país derrotado, al que
solamente tendió la mano para agarrarlo del cuello y apretar. Por eso leo, una
y otra vez: para saber lo que ocurrió y lo que no puede volver a ocurrir, para
detectar las señales que anuncian el camino aciago y prevenirlas a tiempo. Por
eso me he sumergido con zozobra y con desasosiego en las páginas de Exilio y
muerte de Antonio Machado, de Joaquín Gómez Burón, donde se rastrean los
pormenores de las últimas semanas del poeta y su triste cortejo; y donde he
subrayado varios datos que ignoraba: que la última imagen del cadáver de
Machado, envuelto en la bandera republicana, es obra de M. Frere, un escultor
que vivía en Saint Genis des Fontaines; que la caja donde se llevó su cuerpo
fue abonada por Sebastián Figueras; o que a finales de 1957 el escritor Albert
Camus donó la cantidad de 40.000 francos para ayudar en la construcción de una
tumba digna para el poeta sevillano.
Pero,
sobre todo, reconozco que el máximo grado de emoción lo he obtenido al
contemplar algunas de las imágenes que este valioso volumen incorpora: las
crudas instantáneas de las personas que se amontonaron en Port Bou, huyendo de
las represalias de los vencedores; la gruesa cadena que los retenía (ganado
hambriento) en la frontera de Cerbère; el campo de concentración de
Argelès-sur-Mer, donde se los hacinó; la hoja de registro del hotel
Bougnol-Quintana, en la que Antonio Machado figura con el número 675; o un par
de fotos estupendas de la propia Madame Quintana (en una de ellas, mostrando la
caja de madera en la que Machado guardaba tierra española, para que la pusieran
en su tumba).
Libro magnífico, tanto literaria como visualmente, que sirve para mantener vivo un recuerdo que los años no deben erosionar.
1 comentario:
Pues cuando visitas la tumba, en aquel pueblecito costero, casi irrelevante a pesar de la peregrinación constante, se te pone un nudo en el estómago y se reavivan todas las tristezas históricas de este desdichado país.
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