No
recuerdo a qué edad se produjo (o en qué circunstancias, que también son muy
importantes) mi primera aproximación a un libro de Heinrich Böll. Pero sí sé
que no he repetido con este prosista hasta los 57 años, cuando me he decidido
por darle una nueva oportunidad con este Diario irlandés, que traduce
Joan Parra y publica Plataforma Editorial. La razón de elegir este libro fue
tan sencilla como perversa: descubrir si el autor conseguía llamar mi atención
con un tema (Irlanda) que no se encuentra entre mis predilectos. Poco sé del
país, de sus costumbres, de sus paisajes o de su idiosincrasia. Si Böll
superaba la prueba, me estaría demostrando que su literatura podía resultarme
interesante. Y sí, desharé la intriga: lo ha hecho. Y lo ha hecho por muchas
razones: por su ingenio a la hora de elegir las fórmulas visuales (“Donde el
botón del sastre habría puesto un punto, colgaba la coma del imperdible”); por
el humorismo de algunas de sus hipérboles (“Año tras año se derrama por cada
garganta irlandesa una pequeña piscina de té”); por la solemnidad de la que se
rodea cuando tiene que abordar un tema trascendente (“El tiempo que gotea con
paciencia sobre todas las cosas: veinticuatro goterones al día: el ácido que
todo lo corroe”); por las pinceladas literarias que, de pronto, convierten una
línea en obra de arte (esas gaviotas “que hacían astillas el gris del cielo” en
la página 62); o por su apolínea pero apasionada defensa de la literatura que
se centra en los motivos humildes (como los lavaderos o las vidas pequeñas,
infinitesimales, de los peatones anónimos que recorren la Historia).
Heinrich
Böll viaja y nos hace viajar, permitiéndonos conocer un país que estaba a punto
de incorporarse a la modernidad (1954-1957), pero que aún mantenía un ritmo
calmado, una dolorosa tasa de emigración y una pobreza general, aliviada por la
turba, la ingesta de cerveza y el consuelo de la religión católica.
Creo que repetiré con otro libro suyo.
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