Creo
que una de las grandes virtudes literarias de Miguel A. Zapata (siendo varias y
de notable vigor las que atesora) radica en su capacidad para construir mundos.
Y esa aptitud prodigiosa la desarrolla en un espacio asombrosamente reducido:
apenas necesita un párrafo, unas líneas. Quizá por eso sus cuentos anonadan (y
producen embriaguez) de la forma en que lo hacen. Esquina inferior del
cuadro se erige en ejemplo inigualable de cuanto estoy exponiendo. En cada
una de las narraciones que integran el tomo (publicado por Menoscuarto en 2011)
se advierte esa destreza única, llena de músculo y magia, que el escritor
granadino utiliza para envolvernos y provocarnos admiración. A veces, nos
pedirá que visitemos un jardín (o una mente) de trazado inquietante, dispuesta
por un hombre que desde la niñez mostró sus anomalías; o nos situará en la cola
de admiradores de Priscilla Jackson, para que nos firme su libro (mientras nos
deposita una pistola en el bolsillo y nos susurra una orden terrible); o nos
tenderá en un quirófano para que contemplemos con pupilas horrorizadas o
conformes la identidad del cirujano que se dispone a atendernos; o nos hablará
del furioso jabalí que una anciana hospeda en su domicilio, contra la iracunda
opinión de vecinos y responsables del ayuntamiento; o nos subirá a un tanque
inesperado; o nos obligará a reflexionar sobre las esquinas, arrancadas y
turbias, de unos lienzos en apariencia inofensivos.
Y,
en todos los casos, el edificio milagroso que les estoy resumiendo es puramente
verbal. Quiero decir que son las palabras mismas (y no otro oropel ni embeleco)
las que fundan el territorio puro de su literatura, donde las vecinas de
iniciales especulares, las polillas, las balsas modernas, los chinos sonrientes
o las jarras infinitas de té helado se alían para inundarnos con su marea de
esplendor literario y con sus constantes hallazgos estéticos.
Un lujo para las estanterías de mi biblioteca.
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