viernes, 21 de abril de 2023

Elizabeth Finch

 


Existe una estirpe de libros que, por su condición ambigua o mestiza, se muestran reacios a admitir un rótulo demasiado eficaz que sirva para definir su espíritu. Y creo que Elizabeth Finch, la última entrega del británico Julian Barnes (que en España traduce Inga Pellisa para el sello Anagrama), se incorpora con absoluta naturalidad a esa nómina, pues incorpora trazas de novela, de ensayo, de filosofía y de religión: una mezcla tan fascinante como refractaria al etiquetado. Lo que en sus páginas se nos cuenta es la crónica de una fascinación, que termina por devenir en obsesión: la que siente Neil por su antigua profesora universitaria. La conoció en una época que, pese a su cercanía en el tiempo, ahora nos parece ya muy distante (“Eran los tiempos anteriores a los portátiles en el aula y las redes sociales fuera de ella; cuando las noticias salían de los periódicos, y el conocimiento, de los libros”, p.19). Y su forma de abordar la materia, su dicción, su lenguaje, su apostura misma, le provocaron una fervorosa admiración que fue creciendo con el paso de los años y se fue impregnando de arrobo, deslumbramiento y quizá amor (“Como mínimo, estoy bastante seguro de que la amaba”, p.161). Ahora, cuando ella ya ha fallecido y le ha legado a Neil sus notas y apuntes intelectuales, él cree entender que Elizabeth lo está invitando de alguna forma a que complete la investigación que comenzó alrededor de la figura de Juliano el Apóstata, el último que trató de resistirse ante la irrupción grisácea, cerril, virulenta y empobrecedora del cristianismo, que desmigajó la alegría del paganismo e impidió los avances de la ciencia durante siglos. Pero, a la vez, Neil siente el impulso de investigar sobre la vida de la propia Elizabeth Finch, con el objetivo (aparente) de escribir una pequeña biografía sobre ella, pero con el real propósito de conocerla mejor, de desentrañar los infinitos pasillos oscuros que, aun hoy, sigue mostrando en su memoria.

De esa doble búsqueda (intelectual y vital) parecer brotar los dos grandes vectores de este libro: Juliano y Elizabeth. Un personaje indescifrado desde el punto de vista religioso (porque quienes vinieron después no es seguro que desentrañasen y nos explicaran bien sus ideas) y un personaje indescifrado desde el punto de vista personal (porque construyó a su alrededor una burbuja aislante, a cuyo interior no dejaba acceder a los demás). Pero obsérvese que he dicho “parecen brotar”, porque muy posiblemente (habría que preguntar a Julian Barnes) se trate de una misma idea, desdoblada con singular maestría: la forma en que los demás merodean a nuestro alrededor, se obstinan (con mayor o menor interés) en conocernos, pero son incapaces de penetrar del todo en nuestros sistemas de pensamiento o en nuestras emociones. Creo que con esa clave la lectura adquiere una dimensión muy especial y enriquecedora.

Y un apunte que aparece en la página 71 y que quiero anotar aquí: “El momento en el que la última persona con vida que te recuerda tiene el último pensamiento sobre ti. Tendría que haber un nombre para ese acontecimiento final, el que marca tu extinción definitiva”. ¿Se les ocurre a ustedes alguno?

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