Existe
una estirpe de libros que, por su condición ambigua o mestiza, se muestran
reacios a admitir un rótulo demasiado eficaz que sirva para definir su
espíritu. Y creo que Elizabeth Finch, la última entrega del británico
Julian Barnes (que en España traduce Inga Pellisa para el sello Anagrama), se
incorpora con absoluta naturalidad a esa nómina, pues incorpora trazas de
novela, de ensayo, de filosofía y de religión: una mezcla tan fascinante como
refractaria al etiquetado. Lo que en sus páginas se nos cuenta es la crónica de
una fascinación, que termina por devenir en obsesión: la que siente Neil por su
antigua profesora universitaria. La conoció en una época que, pese a su
cercanía en el tiempo, ahora nos parece ya muy distante (“Eran los tiempos
anteriores a los portátiles en el aula y las redes sociales fuera de ella;
cuando las noticias salían de los periódicos, y el conocimiento, de los
libros”, p.19). Y su forma de abordar la materia, su dicción, su lenguaje, su
apostura misma, le provocaron una fervorosa admiración que fue creciendo con el
paso de los años y se fue impregnando de arrobo, deslumbramiento y quizá amor
(“Como mínimo, estoy bastante seguro de que la amaba”, p.161). Ahora, cuando
ella ya ha fallecido y le ha legado a Neil sus notas y apuntes intelectuales,
él cree entender que Elizabeth lo está invitando de alguna forma a que complete
la investigación que comenzó alrededor de la figura de Juliano el Apóstata, el
último que trató de resistirse ante la irrupción grisácea, cerril, virulenta y
empobrecedora del cristianismo, que desmigajó la alegría del paganismo e
impidió los avances de la ciencia durante siglos. Pero, a la vez, Neil siente
el impulso de investigar sobre la vida de la propia Elizabeth Finch, con el
objetivo (aparente) de escribir una pequeña biografía sobre ella, pero con el
real propósito de conocerla mejor, de desentrañar los infinitos pasillos
oscuros que, aun hoy, sigue mostrando en su memoria.
De
esa doble búsqueda (intelectual y vital) parecer brotar los dos grandes
vectores de este libro: Juliano y Elizabeth. Un personaje indescifrado desde el
punto de vista religioso (porque quienes vinieron después no es seguro que
desentrañasen y nos explicaran bien sus ideas) y un personaje indescifrado
desde el punto de vista personal (porque construyó a su alrededor una burbuja
aislante, a cuyo interior no dejaba acceder a los demás). Pero obsérvese que he
dicho “parecen brotar”, porque muy posiblemente (habría que preguntar a
Julian Barnes) se trate de una misma idea, desdoblada con singular maestría: la
forma en que los demás merodean a nuestro alrededor, se obstinan (con mayor o
menor interés) en conocernos, pero son incapaces de penetrar del todo en
nuestros sistemas de pensamiento o en nuestras emociones. Creo que con esa
clave la lectura adquiere una dimensión muy especial y enriquecedora.
Y un apunte que aparece en la página 71 y que quiero anotar aquí: “El momento en el que la última persona con vida que te recuerda tiene el último pensamiento sobre ti. Tendría que haber un nombre para ese acontecimiento final, el que marca tu extinción definitiva”. ¿Se les ocurre a ustedes alguno?
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