domingo, 23 de enero de 2022

Medusa

 


Se llamaba Karl Gustav Friedrich Prohaska y fue el pintor (pero sobre todo el cineasta y fotógrafo) que dio cuenta, desde el Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda (el aparato propagandístico del partido nazi alemán), de las atrocidades que se perpetraron en Kovno o Dachau: los prisioneros a los que se sometió a tortura o experimentos inimaginables, los infelices a los que se metió en cámaras de presión hasta que les estalló la cabeza, las ejecuciones de docenas personas en cadena… De todo recibió en sus ojos a través de la lente, y todo nos lo dejó grabado. Después, haría lo mismo en Nicaragua o en Hiroshima. Testigo de las más abyectas brutalidades del siglo XX, Prohaska se aplicó a la tarea meticulosa de dibujarlas, fotografiarlas o incluirlas en películas. Y ese material, junto al misterio de su personalidad (se negó a dejar imágenes suyas e incluso prohibió a su único amigo, Jacob Stelenski, que contara jamás cómo era él físicamente), han intrigado durante dos décadas a Ricardo Menéndez Salmón, que le ha consagrado su libro Medusa, un volumen lleno de rastreos, interrogantes, suposiciones y documentación con el que nos convierte en cómplices de su perplejidad, en compañeros de su zozobra.

¿Quién fue realmente Prohaska? ¿Un juez, un testigo, un notario, un engendro? Dejaré que sea el propio escritor gijonés el que nos explique su desasosiego: “¿Cómo amar a un hombre que no sólo estuvo del lado del Monstruo, sino que, consciente y fielmente, alimentó su imaginario? ¿Se puede defender la obra de alguien que filmó ejecuciones con tiros en la sien, ahorcamientos de niños de ocho años, vivisecciones en embarazadas, inmersiones en tanques de agua helada o amputaciones sin anestesia para investigar los umbrales del dolor, y que hizo todo eso sin emitir una queja? ¿Puede haber piedad, comprensión, afecto para alguien que, como el ojo divino, se conformó con dejar al libre albedrío de los demás las consecuencias de sus actos? ¿Merece la obra de Prohaska el espacio de un museo o sólo es la actividad forense de un voyeur sin escrúpulos, que debería haber colgado del palo más alto de la ciudad de Núremberg?” (p.66). Así es, en efecto: todas las preguntas son pertinentes y no pueden ser respondidas con sencillez. Las sombras que rodean a Prohaska son tan tumultuosas, tan densas, que resulta tarea imposible disiparlas para que la luz penetre en el personaje: niño con padre muerto en la guerra, con madre que lo despreciaba, sin amigos, sin afán alguno de notoriedad personal, hermano de un suicida, solitario y silencioso... Quizá por eso, casi al final de este magnífico libro, el autor admita con naturalidad que “es imposible no apiadarse de Prohaska y no sentir asco ante él. Experimentar devoción y a la vez repugnancia por su trabajo. Compadecerlo y, al mismo tiempo, denigrarlo. Admirar sus logros como artista y dudar de sus bondades como hombre” (p.137).

No tengan ninguna duda: si deciden adentrarse en este libro se sentirán rotos por dentro, pero no podrán abandonar sus páginas, porque la prosa de Ricardo Menéndez Salmón es excelsa; su forma de construir el relato, admirable; y la recreación de la muerte del protagonista, magnética y sobrecogedora.

Otro de los autores a los que quiero leer enteros y siempre.

2 comentarios:

Juan Carlos dijo...

¡¡Buufff, vaya libro!! No me atrae lo más mínimo, Rubén. Reconozco el valor que pueda tener pero el individuo, el tal Prohaska, ya sólo de haber leído tu reseña me resulta odioso. No obstante reconozco que se precisan libros que traten asuntos o seres como este. Pero, quita quita, no me lo apunto.
Un fuerte abrazo

La Pelipequirroja del Gato Trotero dijo...

Mmmmm...no sé qué decir. Soy algo cobarde, literariamente también, y creo que no podría con esta lectura.

Besos 💋💋💋