Si hay
una palabra que defina perfectamente a Hugo Bayo, el protagonista de la novela La
vida negociable, es sin duda sueños. Y no es algo que lo
caracterizase tan sólo en la niñez o la adolescencia, sino que es una pulsión
que atraviesa su vida de principio a fin. Hugo se ha pasado la vida
fantaseando, creándose unas expectativas absolutamente anómalas sobre su
destino o sobre sus capacidades: empezó imaginando que se convertiría en actor
de fama mundial (porque juzgaba que podría hacerlo mejor que quienes
contemplaba en la pantalla del cine), o en comerciante de éxito multimillonario
(porque el truco estaba en comprar barato y luego revender en sitios estratégicamente
elegidos, con altas ganancias), o en un hombre que vive en el campo, alejado
del ruido y del consumismo estúpido de las ciudades, o en granjero que vive sin
preocupaciones en una especie de Arcadia eterna, o en… Da igual. Sus sueños son
siempre estrepitosos, disparatados, contradictorios entre sí. Y lo más
llamativo es que el personaje apenas se molesta en adquirir por el camino las
condiciones objetivas para alcanzar alguno de ellos: deduce que la vida acabará
por entregárselos así, sin más. Mientras tanto, abusa económicamente de su
madre (suponiéndola culpable de una actuación innoble y deslizándole venenosas insinuaciones
para extorsionarla), desprecia a su padre (un administrador de fincas muy obeso
y de profunda religiosidad, que siempre lo defiende y protege), trata con
crueldad a su mejor amigo (con el que mantiene una extraña relación sexual) y,
en fin, deja de lado los estudios porque alguien señalado por el Destino con
tan altas luces no precisa formación académica como el resto de los mortales. Ese
afán absurdo, megalómano y sin fundamento, como reconoce en la página 285, “ha
sido siempre mi enfermedad crónica, el deseo inagotable, la fiebre y el ansia
de futuro, la ambición de querer excederme a mí mismo, y acaso sea verdad que
contra ese mal de juventud no hay mejor medicina que los años. Con los años,
uno se acomoda a lo que hay, negocia con uno mismo y con el mundo, porque, como
bien decía mi padre, todo en la vida es negociable, ahora comienzo a
comprenderlo”.
Pero ni
siquiera en ese instante de aparente lucidez Hugo Bayo se arrepiente de sus
dislates. Basta leer las últimas páginas de la obra para darnos cuenta de que,
al modo de Pablos, el buscón quevediano, no mejora quien cambia de sitio si no
lo acompaña con un cambio de mentalidad. Y tal vislumbre no se aprecia en el
protagonista.
Este
arquitecto de castillos de humo, este ingeniero de puentes imaginarios, es tan
sólo uno de los atractivos de la espléndida novela de Luis Landero, mago de las
palabras y de la narración. Pero dejo en las manos de los lectores, como no
podía ser de otro modo, descubrir por sí mismos el caudal de sus maravillas.
Un buen libro, sin duda.
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