Se
llamaba Karl Gustav Friedrich Prohaska y fue el pintor (pero sobre todo el cineasta
y fotógrafo) que dio cuenta, desde el Ministerio para la Ilustración Pública y
Propaganda (el aparato propagandístico del partido nazi alemán), de las
atrocidades que se perpetraron en Kovno o Dachau: los prisioneros a los que se
sometió a tortura o experimentos inimaginables, los infelices a los que se
metió en cámaras de presión hasta que les estalló la cabeza, las ejecuciones de
docenas personas en cadena… De todo recibió en sus ojos a través de la lente, y
todo nos lo dejó grabado. Después, haría lo mismo en Nicaragua o en Hiroshima.
Testigo de las más abyectas brutalidades del siglo XX, Prohaska se aplicó a la
tarea meticulosa de dibujarlas, fotografiarlas o incluirlas en películas. Y ese
material, junto al misterio de su personalidad (se negó a dejar imágenes suyas
e incluso prohibió a su único amigo, Jacob Stelenski, que contara jamás cómo
era él físicamente), han intrigado durante dos décadas a Ricardo Menéndez
Salmón, que le ha consagrado su libro Medusa, un volumen lleno de
rastreos, interrogantes, suposiciones y documentación con el que nos convierte
en cómplices de su perplejidad, en compañeros de su zozobra.
¿Quién
fue realmente Prohaska? ¿Un juez, un testigo, un notario, un engendro? Dejaré
que sea el propio escritor gijonés el que nos explique su desasosiego: “¿Cómo
amar a un hombre que no sólo estuvo del lado del Monstruo, sino que, consciente
y fielmente, alimentó su imaginario? ¿Se puede defender la obra de alguien que
filmó ejecuciones con tiros en la sien, ahorcamientos de niños de ocho años,
vivisecciones en embarazadas, inmersiones en tanques de agua helada o
amputaciones sin anestesia para investigar los umbrales del dolor, y que hizo
todo eso sin emitir una queja? ¿Puede haber piedad, comprensión, afecto para
alguien que, como el ojo divino, se conformó con dejar al libre albedrío de los
demás las consecuencias de sus actos? ¿Merece la obra de Prohaska el espacio de
un museo o sólo es la actividad forense de un voyeur sin escrúpulos, que
debería haber colgado del palo más alto de la ciudad de Núremberg?” (p.66). Así
es, en efecto: todas las preguntas son pertinentes y no pueden ser respondidas
con sencillez. Las sombras que rodean a Prohaska son tan tumultuosas, tan
densas, que resulta tarea imposible disiparlas para que la luz penetre en el
personaje: niño con padre muerto en la guerra, con madre que lo despreciaba,
sin amigos, sin afán alguno de notoriedad personal, hermano de un suicida,
solitario y silencioso... Quizá por eso, casi al final de este magnífico libro,
el autor admita con naturalidad que “es imposible no apiadarse de Prohaska y no
sentir asco ante él. Experimentar devoción y a la vez repugnancia por su
trabajo. Compadecerlo y, al mismo tiempo, denigrarlo. Admirar sus logros como
artista y dudar de sus bondades como hombre” (p.137).
No tengan
ninguna duda: si deciden adentrarse en este libro se sentirán rotos por dentro,
pero no podrán abandonar sus páginas, porque la prosa de Ricardo Menéndez
Salmón es excelsa; su forma de construir el relato, admirable; y la recreación
de la muerte del protagonista, magnética y sobrecogedora.
Otro de los autores a los que quiero leer enteros y siempre.
2 comentarios:
¡¡Buufff, vaya libro!! No me atrae lo más mínimo, Rubén. Reconozco el valor que pueda tener pero el individuo, el tal Prohaska, ya sólo de haber leído tu reseña me resulta odioso. No obstante reconozco que se precisan libros que traten asuntos o seres como este. Pero, quita quita, no me lo apunto.
Un fuerte abrazo
Mmmmm...no sé qué decir. Soy algo cobarde, literariamente también, y creo que no podría con esta lectura.
Besos 💋💋💋
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