lunes, 3 de enero de 2022

Distintas formas de mirar el agua

 


Un numeroso grupo de personas (dieciséis en total) caminan por tierras de León en dirección a un pantano, bajo cuyas aguas duermen varias localidades que fueron desalojadas hace décadas. La primera de estas personas (Teresa) lleva en sus manos un recipiente con las cenizas de su marido, Domingo, cuya extraña última voluntad consistió en pedir que lo incinerasen y lo esparcieran allí mismo, donde había nacido y de donde tuvo forzosamente que partir; el resto son los hijos, nueras, yernos y nietos del fallecido, que se suman al emotivo y triste cortejo. Mediante dieciséis monólogos interiores, Julio Llamazares nos permite que vayamos reconstruyendo las emociones que sacuden a todos los miembros de esta familia desarraigada, los dolores íntimos que la impregnan y los pormenores biográficos que todos ellos han ido desarrollando con el paso de las décadas: desde la semilla montañesa de Ferreras hasta las ramificaciones en Barcelona, Valladolid, Santander o Palencia.

Inevitablemente, ciertos elementos de la trama pueden antojarse repetitivos (las alusiones al abuelo y su condición adusta, la tristeza del abandono, etc), pero según se va avanzando en la lectura vamos advirtiendo cómo sobre ese tejido común se van añadiendo de forma hábil unos hilos de diferentes colores, que multiplican su condición panorámica: la hija que por fin comprende el ansia de su padre por volver a sus raíces, el nieto que ha terminado convirtiéndose en ingeniero (una profesión que su abuelo desdeñaba, porque ingenieros fueron quienes diseñaron el pantano que destrozó la quietud de su vida); la novia extranjera de uno de los descendientes (que se siente un poco apartada de los traumas de la familia); el niño que teme que algún día, cuando vengan de visita, lleguen a ver un pez que, tras devorar las cenizas, tenga la mirada de su abuelo; el joven Jesús, que no desea seguir regodeándose (como hace el resto) en el viejo sueño de la Arcadia perdida; o el parlamento final de Agustín, al que consideran un poco retrasado pero que aporta unos matices inauditos a la narración.

Todo lo que ocurre en esa mañana de abril, bajo el sol de la primavera leonesa, entre montañas imponentes y frente al agua que brilla como un espejo, constituye un canto a quienes sufrieron el desgarro del éxodo forzoso y perdieron su cuna, su paisaje, sus vínculos con la tierra. Y la belleza y la emoción contenida con las que Julio Llamazares convierte esas emociones en tinta son, simplemente, únicas.

2 comentarios:

La Pelipequirroja del Gato Trotero dijo...

A veces es inevitable repetirse cuando se trata de recuerdos, abuelos e infancia. A mí me ocurre, se ve que envejezco más rápido de lo que creo 😅😉💋

Juan Carlos dijo...

Llamazares es único. Estos reatos (tu reseña) me han hecho recordar al pintor impresionista Monet. Llamazares sabe plasmar la belleza de los lugares y el pantano (de Riaño creo que se trata) siempre le ha llamado entre otras cosas porque me parece que él es de esa zona. No lo sé con seguridad; lo que sí sé es lo bien que gtransmite, lo bien que describe, lo bien que escribe.
Un saludo de Año Nuevo, Rubén.
Un abrazo