Resulta
innegable que la llegada a los arrabales de la senectud otorga al ser humano
otra manera de ver el mundo, otro orden de prioridades, otra sabiduría. Y cuando uso esa última
palabra no pretendo relacionarla con los territorios de la cultura o de la verdad,
sino con el ámbito de la reflexión sosegada, del mirar calmo y lúcido al que
seguramente se accede cuando colocamos el primer pie en la escalera de salida.
Ernesto Sabato nunca fue, como intelectual y como escritor, un ejemplo rampante
de euforia; pero el tono que empleó en sus páginas finales, lejos de ser
tributario del pesimismo, se antoja más bien una consecuencia natural del
abatimiento.
En una
sociedad que parece hundirse en su nada aurea mediocritas, derivada del
control audiovisual (“El estar monótonamente sentado frente a la televisión
anestesia la sensibilidad, hace lerda la mente, perjudica el alma”); que ha
hecho del estruendo continuo un idioma universal (“Me pregunto si la gente se
da cuenta del daño que le hace el ruido, o es que se los ha convencido de lo
avanzado que es hablar a los gritos”); que ha degenerado morbosamente gracias a
sus avances tecnológicos (“El hombre no ha tenido tiempo para adaptarse a las
bruscas y potentes transformaciones que su técnica y su sociedad han producido
a su alrededor; y no es arriesgado afirmar que las enfermedades modernas sean
los medios de que se está valiendo el cosmos para sacudir a esta orgullosa
especie humana”); que vive obsesionada con la comodidad egoísta (“¿Puede haber
sacrificio cuando la vida ha perdido el sentido para el hombre, o sólo lo halla
en la comodidad individual, en la realización del éxito personal”); que ha
hecho del consumismo insaciable su única meta (“Estamos tan desorientados que
creemos que gozar es ir de compras”); que es manipulada mediante los sistemas
educativos que interesan al gobernante (“La educación no está independizada del
poder, y por lo tanto encauza su tarea hacia la formación de gente adecuada a
las demandas del sistema”); que se concentra infantilmente en la continua
diversión (“Los programas ‘divertidos’ tienen mucho rating –y el rating es lo
supremo–, no importa a costa de qué valor, ni quién lo financia. Son esos
programas donde divertirse es degradar, o donde todo se banaliza. Como si
habiendo perdido la capacidad para la grandeza, nos conformáramos con una
comedia de regular calidad. Esta desesperación por divertirse tiene sabor a
decadencia”); que asperja con los aplausos de la popularidad a seres inanes o
despreciables (“No se puede llevar a la televisión a sujetos que han
contribuido a la miseria de sus semejantes y tratarlos como señores delante de
los niños. ¡Ésta es la gran obscenidad!”); y que, en fin, parece dominada por
el desánimo y la inacción (“La gente sabe que se miente, pero parece una ola de
tal magnitud que no se la puede impedir. Esto hace sentir impotente a la gente
y finalmente produce violencia, ¿hasta dónde vamos a llegar?”) muestra ante los
ojos analíticos de Ernesto Sabato un panorama espantoso.
Espantoso,
sí, pero quizá aún reversible. Hay que detenerse y comprender que esta ruta
aciaga sólo nos lleva a la destrucción. Y que, por tanto, debemos recuperar la
sensatez, algunas viejas directrices (la honorabilidad, el respeto, el espíritu
solidario) y, sobre todo, la ralentización.
A este ritmo vertiginoso no se puede ni siquiera disfrutar (“El hombre no se
puede mantener humano a esta velocidad, si vive como un autómata será
aniquilado. La serenidad, una cierta lentitud, es tan inseparable de la vida
del hombre como el suceder de las estaciones lo es de las plantas”). Por
fortuna, queda la esperanza de que el sentido común impere y nos permita
enmendar el error (“La historia es el más grande conjunto de aberraciones,
guerras, persecuciones, torturas e injusticias, pero, a la vez, o por eso
mismo, millones de hombres y mujeres se sacrifican para cuidar a los más
desventurados. Ellos encarnan la resistencia”). Y esos resistentes serán la luz
del futuro, los constructores de un porvenir más halagüeño (“Ya están entre
nosotros los habitantes de otra manera de vivir”).
Lo más seguro es que los interesados en que nadie cambie tilden esta obra de ilusa, de senil o de apocalíptica. Mi consejo es muy sencillo: léala usted en silencio, reflexione y llegue a sus propias conclusiones. Después, si lo desea, actúe.
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