sábado, 13 de noviembre de 2021

La resistencia

 


Resulta innegable que la llegada a los arrabales de la senectud otorga al ser humano otra manera de ver el mundo, otro orden de prioridades, otra sabiduría. Y cuando uso esa última palabra no pretendo relacionarla con los territorios de la cultura o de la verdad, sino con el ámbito de la reflexión sosegada, del mirar calmo y lúcido al que seguramente se accede cuando colocamos el primer pie en la escalera de salida. Ernesto Sabato nunca fue, como intelectual y como escritor, un ejemplo rampante de euforia; pero el tono que empleó en sus páginas finales, lejos de ser tributario del pesimismo, se antoja más bien una consecuencia natural del abatimiento.

En una sociedad que parece hundirse en su nada aurea mediocritas, derivada del control audiovisual (“El estar monótonamente sentado frente a la televisión anestesia la sensibilidad, hace lerda la mente, perjudica el alma”); que ha hecho del estruendo continuo un idioma universal (“Me pregunto si la gente se da cuenta del daño que le hace el ruido, o es que se los ha convencido de lo avanzado que es hablar a los gritos”); que ha degenerado morbosamente gracias a sus avances tecnológicos (“El hombre no ha tenido tiempo para adaptarse a las bruscas y potentes transformaciones que su técnica y su sociedad han producido a su alrededor; y no es arriesgado afirmar que las enfermedades modernas sean los medios de que se está valiendo el cosmos para sacudir a esta orgullosa especie humana”); que vive obsesionada con la comodidad egoísta (“¿Puede haber sacrificio cuando la vida ha perdido el sentido para el hombre, o sólo lo halla en la comodidad individual, en la realización del éxito personal”); que ha hecho del consumismo insaciable su única meta (“Estamos tan desorientados que creemos que gozar es ir de compras”); que es manipulada mediante los sistemas educativos que interesan al gobernante (“La educación no está independizada del poder, y por lo tanto encauza su tarea hacia la formación de gente adecuada a las demandas del sistema”); que se concentra infantilmente en la continua diversión (“Los programas ‘divertidos’ tienen mucho rating –y el rating es lo supremo–, no importa a costa de qué valor, ni quién lo financia. Son esos programas donde divertirse es degradar, o donde todo se banaliza. Como si habiendo perdido la capacidad para la grandeza, nos conformáramos con una comedia de regular calidad. Esta desesperación por divertirse tiene sabor a decadencia”); que asperja con los aplausos de la popularidad a seres inanes o despreciables (“No se puede llevar a la televisión a sujetos que han contribuido a la miseria de sus semejantes y tratarlos como señores delante de los niños. ¡Ésta es la gran obscenidad!”); y que, en fin, parece dominada por el desánimo y la inacción (“La gente sabe que se miente, pero parece una ola de tal magnitud que no se la puede impedir. Esto hace sentir impotente a la gente y finalmente produce violencia, ¿hasta dónde vamos a llegar?”) muestra ante los ojos analíticos de Ernesto Sabato un panorama espantoso.

Espantoso, sí, pero quizá aún reversible. Hay que detenerse y comprender que esta ruta aciaga sólo nos lleva a la destrucción. Y que, por tanto, debemos recuperar la sensatez, algunas viejas directrices (la honorabilidad, el respeto, el espíritu solidario) y, sobre todo, la ralentización. A este ritmo vertiginoso no se puede ni siquiera disfrutar (“El hombre no se puede mantener humano a esta velocidad, si vive como un autómata será aniquilado. La serenidad, una cierta lentitud, es tan inseparable de la vida del hombre como el suceder de las estaciones lo es de las plantas”). Por fortuna, queda la esperanza de que el sentido común impere y nos permita enmendar el error (“La historia es el más grande conjunto de aberraciones, guerras, persecuciones, torturas e injusticias, pero, a la vez, o por eso mismo, millones de hombres y mujeres se sacrifican para cuidar a los más desventurados. Ellos encarnan la resistencia”). Y esos resistentes serán la luz del futuro, los constructores de un porvenir más halagüeño (“Ya están entre nosotros los habitantes de otra manera de vivir”).

Lo más seguro es que los interesados en que nadie cambie tilden esta obra de ilusa, de senil o de apocalíptica. Mi consejo es muy sencillo: léala usted en silencio, reflexione y llegue a sus propias conclusiones. Después, si lo desea, actúe.

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