No
recuerdo cuándo leí por primera vez este libro de José Emilio Pacheco (lo que
resulta raro, porque lo habitual es que anote la fecha al acabar una obra),
pero sí que puedo certificar que el volumen me impresionó, porque subrayé en
rojo un gran número de versos y realicé bastantes anotaciones en los márgenes.
Y no me sorprende, porque en la relectura que he abordado este mes sigue
pareciéndome un trabajo lírico excelente.
El poeta
mexicano, atento al palpitar de cuanto lo rodea (“Basta mirar lo que sucede”,
nos dice en el intenso poema “Transparencia de los enigmas”), nos va
convirtiendo en música de palabras los aconteceres de su entorno: la
intervención de los Estados Unidos en Vietnam (“Un marine”), la condición
inmortal de la figura del guerrillero argentino Ernesto Guevara (“Che”), las
atrocidades que se produjeron por parte del gobierno mexicano y los
paramilitares del “Batallón Olimpia” contra unos estudiantes en octubre de 1968
(“Las voces de Tlatelolco”) o los métodos expeditivos que usaron los
conquistadores españoles en América (“Crónica de Indias”).
Instalado
en su mirada de poeta y de mexicano, José Emilio Pacheco nos explica que
mantiene una relación de amor concreto
por su país (“No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero
(aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, /
puertos, bosques, desiertos, fortalezas, / una ciudad deshecha, gris,
monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / y tres o cuatro
ríos”); y nos habla, sobre todo, de las palabras, de la función emotiva y
comunicativa del lenguaje. Es decir: de la poesía. Un arte caprichoso y
complejo de definir, por su continua mutación (“Escribo unas palabras y al
minuto / ya dicen otra cosa, significan / una intención distinta, / se hacen
dóciles al carbono catorce”); un arte de cuyos resultados sólo pueden
felicitarse sus muñidores más inconscientes y superficiales (“Quisiera ser un
pésimo poeta / para sentirme satisfecho con lo que escribo”); y un arte, sobre
todo, con el que se mantiene siempre una relación conflictiva, pendular, tensa
(“La perra infecta, la sarnosa poesía, / risible variedad de la neurosis, /
precio que algunos pagan / por no saber vivir. / La dulce, eterna, luminosa
poesía”).
Qué deliciosa experiencia resulta volver a la poesía de José Emilio Pacheco, voz y ojos del México más entrañable, más sensible, más universal. Volveré pronto, no me cabe duda, a otro libro de este coloso de las letras.
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