Qué
hermosa novela es Summertime Blues.
Así lo quiero escribir. Al principio y con claridad, para que no queden dudas
sobre la opinión que me merece este tomo que ha publicado el sello Algaida.
Conociendo las anteriores producciones de Diego Prado, la verdad es que tampoco
me extraña mucho. Pero en este libro el menorquín ha dado, me parece, el do de
pecho. Si deciden aventurarse en esta historia (y les aconsejo que lo hagan),
se encontrarán con una narración que, aparentemente, se vertebra alrededor de
la guitarra Gretsch que, a la muerte del rockero Eddie Cochran en un accidente
automovilístico, desapareció. Y digo que se vertebra aparentemente porque, como muy bien explica el personaje de Joan
Tyler en el capítulo Tres, este objeto no era más que un símbolo, una muestra
de la pasión amorosa de su padre por la joven Jenny (“Podía haber sido la
trompeta de Frankie Avalon o la armónica de Bob Dylan, entiéndame”, p.88).
Estamos
en los albores del rock and roll, en aquel tiempo de acordes rápidos, sencillos
y magnéticos que lograban activar a una juventud necesitada de alegrías que
fueran diferentes a las de sus mayores. Y ahí brilla Edward Ray Cochran, el
seductor ídolo de Minnesota, que maneja voz y guitarra con desparpajo y que
despierta la admiración ilimitada de una generación de muchachos, ávidos de
nueva música. En ese mundo se produce el viaje que lleva a Johnny Tyler y su
fiel amigo Whitaker hasta Inglaterra, donde está actuando Cochran. ¿El objetivo
que los mueve? Hacerse con su emblemática guitarra y entregársela a Jenny Baker
con un mensaje. Pero los problemas comenzarán cuando el cantante, con apenas 21
años, muere en un desgraciado accidente automovilístico, y su Gretsch queda en
manos del joven policía Dave Dee, para que la custodie. Tyler, terco, insiste
en hacerse con el instrumento.
Podríamos
estar (y sería bastante) ante una novela que fabulase con el misterio de
aquella guitarra desaparecida; pero Diego Prado avanza y ahonda en otra línea
mucho más intensa y sugerente: la de hablarnos del mundo de las ilusiones, del
amor, de los sueños que se marchitan, del infortunio y de las esperanzas que el
tiempo (ese cruel verdugo) se encarga de ir limando. La llegada de la madurez,
la irrupción del “sentido común”, las conveniencias sociales, las presiones
externas, la guerra de Vietnam y otras losas se irán posando sobre el ánimo del
joven Tyler (la escena en que vuelve a casa, tras su paso por la cárcel, es
antológica), hasta conseguir doblegarlo. Tuvo un sueño y se empeñó en cumplirlo,
pero equivocó los cauces que llevaban al éxito; o, quizá más sencillamente, se
dejó llevar por la inconsciencia de la juventud. Ahora, con la cabeza canosa y
volviendo a un mundo donde ya nadie lo reconoce, la aventura toca a su fin,
disfrazada de color amarillo. “The game is over”.
¿Quieren ustedes emocionarse? Lean la carta que redacta Whitaker en la página 202. ¿Quieres ustedes conmoverse? Lean lo que encuentran Nick Prom y Joan Tyler cuando abren la funda de la guitarra de Cochran en la página 261. O no, miren: déjense de detalles concretos y abran la historia desde su inicio (“No se puede confiar en esa gente que no tiene obsesiones…”). Estoy convencido de que no podrán abandonarla a partir de entonces.
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