viernes, 5 de noviembre de 2021

Summertime Blues


Qué hermosa novela es Summertime Blues. Así lo quiero escribir. Al principio y con claridad, para que no queden dudas sobre la opinión que me merece este tomo que ha publicado el sello Algaida. Conociendo las anteriores producciones de Diego Prado, la verdad es que tampoco me extraña mucho. Pero en este libro el menorquín ha dado, me parece, el do de pecho. Si deciden aventurarse en esta historia (y les aconsejo que lo hagan), se encontrarán con una narración que, aparentemente, se vertebra alrededor de la guitarra Gretsch que, a la muerte del rockero Eddie Cochran en un accidente automovilístico, desapareció. Y digo que se vertebra aparentemente porque, como muy bien explica el personaje de Joan Tyler en el capítulo Tres, este objeto no era más que un símbolo, una muestra de la pasión amorosa de su padre por la joven Jenny (“Podía haber sido la trompeta de Frankie Avalon o la armónica de Bob Dylan, entiéndame”, p.88).

Estamos en los albores del rock and roll, en aquel tiempo de acordes rápidos, sencillos y magnéticos que lograban activar a una juventud necesitada de alegrías que fueran diferentes a las de sus mayores. Y ahí brilla Edward Ray Cochran, el seductor ídolo de Minnesota, que maneja voz y guitarra con desparpajo y que despierta la admiración ilimitada de una generación de muchachos, ávidos de nueva música. En ese mundo se produce el viaje que lleva a Johnny Tyler y su fiel amigo Whitaker hasta Inglaterra, donde está actuando Cochran. ¿El objetivo que los mueve? Hacerse con su emblemática guitarra y entregársela a Jenny Baker con un mensaje. Pero los problemas comenzarán cuando el cantante, con apenas 21 años, muere en un desgraciado accidente automovilístico, y su Gretsch queda en manos del joven policía Dave Dee, para que la custodie. Tyler, terco, insiste en hacerse con el instrumento.

Podríamos estar (y sería bastante) ante una novela que fabulase con el misterio de aquella guitarra desaparecida; pero Diego Prado avanza y ahonda en otra línea mucho más intensa y sugerente: la de hablarnos del mundo de las ilusiones, del amor, de los sueños que se marchitan, del infortunio y de las esperanzas que el tiempo (ese cruel verdugo) se encarga de ir limando. La llegada de la madurez, la irrupción del “sentido común”, las conveniencias sociales, las presiones externas, la guerra de Vietnam y otras losas se irán posando sobre el ánimo del joven Tyler (la escena en que vuelve a casa, tras su paso por la cárcel, es antológica), hasta conseguir doblegarlo. Tuvo un sueño y se empeñó en cumplirlo, pero equivocó los cauces que llevaban al éxito; o, quizá más sencillamente, se dejó llevar por la inconsciencia de la juventud. Ahora, con la cabeza canosa y volviendo a un mundo donde ya nadie lo reconoce, la aventura toca a su fin, disfrazada de color amarillo. “The game is over”.

¿Quieren ustedes emocionarse? Lean la carta que redacta Whitaker en la página 202. ¿Quieres ustedes conmoverse? Lean lo que encuentran Nick Prom y Joan Tyler cuando abren la funda de la guitarra de Cochran en la página 261. O no, miren: déjense de detalles concretos y abran la historia desde su inicio (“No se puede confiar en esa gente que no tiene obsesiones…”). Estoy convencido de que no podrán abandonarla a partir de entonces.

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