domingo, 28 de noviembre de 2021

Siete cuentos históricos

 


En el año 1997, Santiago Delgado publicó esta colección de cuentos que podría ser tildada de “bisagra”, en el sentido de que recoge textos publicados con anterioridad (como El puerto) y otros que verían luz en volúmenes posteriores (como la espléndida Muerte en Sefarad, que repetirá publicación en 2000).

Después de El puerto (que ya comenté en mi reseña de El Delta y otros relatos, publicada en este Librario el 3 de septiembre de 2017) nos encontramos con el bellísimo Apócrifo del desembarco, que cuenta con un dibujo de José Luis Martínez Valero. En las líneas de este relato vemos cómo Santiago el Mayor, a bordo de una trirreme, está a punto de llegar a la costa de Hesperia con una misión sagrada: “Traigo el Verbo” (p.7). El aguerrido emisario sabe que la población de la zona no será propicia a la escucha del mensaje evangélico, pero se aferra a la consideración de que, siendo zona de mar, algunos oídos habrá que lo escuchen (“Es tierra de mercaderes y de mineros, difícil tierra para sembrar la semilla, como en la parábola que nos contó Jesús. Pero habrá pescadores y labradores, con ellos me entenderé mejor, sin duda. Pescadores fuimos los hijos de Zebedeo y pescadores nos eligió Jesús”, p.8).

Con una ilustración de Ignacio García se adorna Muerte en Sefarad, que es un relato primoroso, canónico, felicísimo, sin duda uno de los mejores que ha escrito nuestro autor. En él se nos cuenta que el octogenario orfebre Yitzak Ben Rachel, de Bigastri, escucha con abatimiento la noticia de que ha muerto su señor Todmir… Y la melancolía lo hace recordar cómo, cinco lustros antes, visitó la ciudad santa de Jerusalén, oró en sus lugares sagrados y prometió volver allí para ser enterrado en la patria original de los suyos. En silencio, con actitud fervorosa, despliega un plano de la ciudad santa y murmura, con la frente abatida por la pesadumbre: “Si he perdido a mi esposa, cuando dio a luz en su segundo parto…; si mis hijos ya me olvidaron…; si mi Señor, Teodomiro, ya murió… ¿qué me queda a mí sino rezar por ti, Iherusalem? Pues eres lo único que me queda, Iherusalem; lo único bello que nunca me abandonó: tu recuerdo”. Tres días después de pronunciadas estas tristísimas palabras, cuando los vecinos se extrañan de no ver abierto el local de trabajo del orfebre, fuerzan la puerta y lo encuentran dulcemente muerto, sobre el plano de la añorada Jerusalén.

 

Y en el “Ejercicio de Contrahistoria dedicado a Pedro Cobos” al que coloca como título Los Alporchones y que combina con dos imágenes trazadas por Ignacio García nos encontramos con el memorial redactado con un viejo monje y enviado desde las Indias para solaz de un anónimo personaje al que se alude como “Vuestra Merced”. El modelo narrativo está claro (son muy abundantes las obras de nuestra historia literaria que se construyen con este procedimiento), y Santiago lo respeta con escrúpulo, obteniendo de él un resultado fascinante.

En muchas más hipérboles incurren las líneas de Carta de relación, donde el venerable fray Ginés del Santísimo Crucifijo, que atesora sobre sus espaldas casi sesenta años y que profesa en el monasterio de la Jara, escribe con prolijidad a alguien de Cartagena, que le ha pedido un informe de todos aquellos avatares que lo llevaron al mundo de la reclusión religiosa. Al principio, algunos lectores del cuento podrán quedar sorprendidos por la curiosidad del misterioso destinatario de la misiva, pues no alcanzarán a entender qué interés puede tener para ellos la vida de un gris e insignificante religioso, perdido en la periferia del país. Pero pronto las frases y párrafos del protagonista invalidarán su suspicacia cuando el narrador aluda al pirata Quimet, a la “demoníaca talla” que tanto parece interesar al receptor de la carta y a “la maligna mutilación que me aflige” (p.21). Esos datos serán suficientes, y aun sobrados, para capturar su atención.

Y si los anteriores relatos de la serie se ambientan en distintos puntos de la región (Cartagena, Cehegín —antigua Bigastri— y Lorca), los dos que cierran el volumen se desarrollan en Murcia.

El Majador tiene como protagonista a Francisco Salzillo, famoso escultor hijo de un napolitano, quien nos habla en su monólogo del “dilecto Roque” (esto es, de Roque López, al que siempre reconoció como su sucesor, y cuya exquisitez en las labores de tallado son equiparables a las del maestro). Su discurso se centra sobre todo en el Belén huertano que se encuentra en la capilla octogonal de los Vélez, y en el que las figuras parecen cálidas y vivas, pues reproducen con fidelidad rostros y ocupaciones de los lugareños que el orfebre ha tratado. Este Belén primoroso (que le fue encargado en 1783 por don Jesualdo Riquelme y Fontes) consta de 556 figuras, y contiene la talla de un majador, en la que el insigne don Francisco Salzillo ha realizado su autorretrato. Con esa clave humana accedemos al auténtico fondo del texto: cómo el artista (todo artista) desea reflejar tarde o temprano en alguna de sus creaciones el rostro, la descripción o simplemente el nombre de los seres amados u odiados. Y cómo a veces elige el más insospechado de los sitios para enseñarse (y ocultarse): en las vulgares facciones de un majador.

Gabacho, por fin, cierra este cuaderno. El breve cuento está ilustrado por el unionense Asensio Sáez, y aunque por sus dimensiones parecería ser más una viñeta lírica que un relato, contiene todos los ingredientes para considerarlo como tal: un gran vigor descriptivo, personajes dibujados con finura y una trama que, a despecho de su escasa longitud, está bien construida y se resuelve con elegancia y rotundidad. Un sargento francés, pintor aficionado y destinado en Murcia por el rey José I (hermano de Napoleón), observa el juego de bolos al que los lugareños dedican sus ratos de holganza, y prueba con cortesía sus vinos. Es un hombre de apariencia honesta, que intenta integrarse en la sociedad en la que le ha tocado vivir. Pero un exaltado de la localidad, con trazas de energúmeno, no ve en él sino a un invasor de la patria, y lo acuchilla una noche con un navajazo alevoso. Nadie, en el silencio de la taberna, aplaude su hazaña.

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