Después
de muchos años escuchando el nombre de César Aira, y leyendo los comentarios
que sobre algunos de sus libros han redactado personas que merecen mi confianza,
por fin me he decidido a abordar una de sus obras. Tenía dónde elegir, ciertamente,
porque el autor argentino es prolífico hasta un grado casi desconcertante; pero
este título (Cómo me hice monja) llamó mi atención y opté por él. No ha
sido una mala apuesta.
Desde el
principio escuchamos la voz del niño protagonista (que páginas después
descubrimos que se llama César Aira), quien se ve envuelto en una escena tan
inicialmente trivial como finalmente angustiosa: su padre (“un hombre distante,
violento, sin ternuras visibles”) lo lleva a probar por primera vez un helado,
pero ante sus gestos de asco comienza a enojarse con su hijo y lo llama varias
veces “taradito”. El niño, entonces, dice que en aquel momento se sintió
“estremecida, trémula”. Y el lector, sorprendido por el cambio genérico de la
voz (del masculino al femenino), comienza a darse cuenta de que la historia no
va a conducirlo por caminos convencionales. Así es, en efecto. El niño/niña,
rodeado por un ambiente lleno de figuras perturbadoras (su padre termina en la
cárcel, la madre no es un modelo de dulzura, sus compañeros de colegio lo
maltratan, la profesora lo aísla), terminará por manifestarnos su desazón en el
capítulo 5: “A mí todo me importaba, todo me era montañas”. Quizá la amistad
con el extravagante niño Arturo Carrera podría haberse convertido en un
refugio, pero no pudo ser. Así que cuando se encontró en la calle con una mujer
desconocida que dijo ser amiga de su madre, no tuvo problema en acompañarla a
casa.
No cometeré la abominación de contarles el final de la historia, pero les aseguro que es impresionante. Con esa construcción novelística, con las digresiones tan inteligentes e inesperadas que Aira introduce en el libro y con el dibujo tenue y magistral de sus personajes lo tengo clarísimo: repetiré.
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