Me acerco
hasta las páginas ígneas de El reposo del
fuego, del gran José Emilio Pacheco, donde está todo el espíritu de México
contenido y donde está el dolor de la vida y de la memoria. Por estas hojas que
crepitan y vuelan como pavesas se expanden las lágrimas de un ayer amargo; y se
mezclan con las lágrimas de un hoy no menos acibarado, donde la esperanza
apenas se atreve a alzar el vuelo.
“Nada
altera el desastre: llena el mundo / la caudal pesadumbre de la sangre”. Con
esos dos contundentes endecasílabos se inicia un poemario en el que la lluvia
“encarniza / su plural mordedura contra el aire”; en el que los gusanos urden
la seda con la que configurar “la voraz certidumbre del sudario”; en el que
duele advertir “la secreta eficacia con que el polvo / devora el interior de
los objetos”; y en el que nos asaltan con su filo de acero las grandes
preguntas sobre la vida (“¿Para qué estoy aquí, cuál culpa expío, / es un
crimen vivir, el mundo es solo / calabozo, hospital y matadero, / ciega irrisión
y afrenta al paraíso?”) y también sobre la muerte (“¿Qué ojos verán el mundo si
la órbita / donde la luz brilló sólo es la casa / de las hormigas, su castillo
impune? / Nada regresará cuando la tierra / se aposente en la boca y enmudezca
/ con su eco atroz la oscura letanía”). En ese ámbito de tinieblas y desazón,
quizá el poeta podría asumir una labor de esperanza, de iluminación, de
evangelio. Pero la realidad es que el desaliento araña su interior y no le
permite esa actitud quebradizamente optimista (“Se han extraviado ya todas las
claves / para salvar el mundo. Ya no puedo / consolar, consolarte,
consolarme”).
Poeta de gran poderío imaginativo y sonoro (sus endecasílabos son música), el mexicano José Emilio Pacheco pertenece al reducido grupo de autores que, cada vez que son revisitados, nos sugieren lecciones nuevas y nos deparan gozos renovados. Es un privilegio poder disfrutar de sus versos infinitas veces.
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