Por
fortuna, el libro Los caballos azules,
del asturiano Ricardo Menéndez Salmón, publicado por Ediciones Trea en el año
2005, apenas tiene ochenta páginas. Si tuviera el doble, sería absolutamente
insoportable por su densidad de belleza y por su bombardeo de esplendores
sintácticos, brillantez de estilo y fulgor de vocabulario. Con cien páginas
más, sentiríamos tal síndrome de Stendhal que costaría terminar el libro.
En sus
ocho relatos, el escritor gijonés nos habla de bandas de música que provocan el
éxtasis de un grupo de caballos; de personas que cambian de nombre y de
destino, pero que siguen portando en sus corazones el estupor lacerante del
pasado; de ancianos jugadores de ajedrez en cuyas almas duerme un secreto
cenagoso; de historias donde se inmiscuyen el cráneo perdido de Rasputín y unos
iconos bizantinos falsos; de un músico que elige aislarse para no escuchar el
ruido que sus semejantes (y acaso él mismo) infligen al mundo; de una maestra
efímera, lánguida e inolvidable; o de las memorias de un contemporáneo de
Leonardo da Vinci, al que le aguardaba un destino tan inmortal como
insatisfactorio.
Todos
esos cuentos, trazados por unas manos menos habilidosas que las de Menéndez
Salmón, serían artefactos interesantes o plausibles. Pero compuestos por él son
Belleza. Así de fácil. Así de difícil.
Impresionante.
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