Me
adentro en El fin de los dinosaurios,
un volumen de microrrelatos de Javier Tomeo que publica el sello Páginas de
espuma. Y durante unas horas recupero las claves, señales, personajes, tics,
humoradas y obsesiones del gran narrador de Quicena: un lobo que languidece sin
“el olor de las hembras que en otro tiempo incendiaron mi vida”; la inquietante
casa de una viuda, llena de muñecas ahorcadas; trenes que se pierden en el
horizonte y explotan; una mermelada que hace llorar a una mujer, porque le
recuerda la historia desgraciada de Píramo y Tisbe; la calma de un niño
altiricón al que sus compañeros comparan con una jirafa; un gigante que tiene
como oficio fabricar nubes soplando una caña de bambú; los cambios cromáticos
que experimentan los vestidos de cuatro mujeres que discuten sobre el aborto;
muñecas hinchables que, ingratas, abandonan a sus propietarios por no poder
soportar sus silencios; plantas tristes que no aceptan en su interior la
presencia de la clorofila; el saturado espectador que comete el primer
televicidio de la Historia… E incluso frases que se quedan vibrando en la
memoria, una vez leídas (“El tiempo es un tigre que se desliza en silencio, sin
que nos demos cuenta, y nos sorprende por la espalda antes de que hayamos
terminado de construir nuestra cabaña”, p.140).
Al final, cuando las sorpresas y las sonrisas ya han surtido su efecto en nuestro ánimo, cerramos el tomo y comprendemos que ha sido la última aventura; que Javier Tomeo murió y este volumen es el inédito que clausura su producción. Y adviene la melancolía. Me maravilló con su Amado monstruo en la universidad y desde entonces no he dejado de interesarme por sus libros, siempre originales, siempre mágicos y distintos. Tengo tanto que agradecerle…
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