No se
puede decir con más exactitud: La
conquista de la felicidad. Es la fórmula que Bertrand Russell esmaltó para
explicarnos que la dicha no es una sensación que se obtenga por casualidad o por
graciosa dádiva de los dioses, sino que es un fruto que se obtiene, en buena
parte, gracias al esfuerzo y la predisposición del ser humano, que debe
concentrarse para obtenerla. Obviamente, el profesor Russell se apresura a
precisar que está refiriéndose a personas normales, con una salud normal y con
unas circunstancias económicas normales. Es decir, el ciudadano medio, con una
salud media y con unos ingresos medios. La persona golpeada por la ELA,
erosionada por el desempleo pertinaz o sometida a la esclavitud no tendrá tan
sencillo (o le resultará imposible) acceder al disfrute de esa felicidad. Pero
los demás, sí. Será suficiente con despejar nuestro ánimo de escorias
innecesarias, de pensamientos estúpidos o dañinos, de ambiciones frustrantes o
de círculos viciosos que tan sólo sirven para hundirnos en la autocompasión.
Para
conseguir avanzar en ese camino, deberemos evitar las soluciones rápidas, que
solamente nos ofrecen una tregua de evidente falsedad (“La embriaguez, por
ejemplo, es un suicidio temporal; la felicidad que aporta es puramente
negativa, un cese momentáneo de la infelicidad”); y también deberemos asumir
que, aunque parezca una paradoja, “una parte indispensable de la felicidad es
carecer de algunas de las cosas que se desean”, porque eso nos estimula a
seguir soñando y persiguiéndolas con ilusión.
¿Y qué
indica Russell acerca del éxito? ¿Es razonable buscarlo de forma obsesiva?
¿Constituye una garantía de gozo? En su opinión, se trata tan sólo de un mero
ingrediente de la felicidad, pero en seguida añade que “saldrá muy caro si para
obtenerlo se sacrifican los demás ingredientes”. Y nos explicará que “el
problema nace de la filosofía de la vida que todos han recibido, según la cual
la vida es una contienda, una competición, en la que solo el vencedor merece
respeto”. Porque es que, además (y el juicio de Russell se vuelve casi
profético), “no es solo el trabajo lo que ha quedado envenenado por la
filosofía de la competencia; igualmente envenenado ha quedado el ocio. El tipo
de ocio tranquilo y restaurador de los nervios se considera aburrido. Tiene que
haber una continua aceleración, cuyo desenlace natural serán las drogas y el
colapso”.
Reflexiones
igual de brillantes y de intensas le dedica al papel de la envidia, de la
ansiedad, del pecado (“que atenta contra el respeto a uno mismo”), de la
opinión pública (“No tiene sentido burlarse deliberadamente de la opinión
pública; eso es seguir bajo su dominio, aunque de un modo retorcido. Pero ser
auténticamente indiferente a ella es una fuerza y una fuente de felicidad”), del
ego (“Un ego demasiado fuerte es una prisión de la que el hombre debe escapar
si quiere disfrutar plenamente del mundo”), del mundo laboral (“El hombre que
se avergüenza de su trabajo difícilmente podrá respetarse a sí mismo”) o de la
curiosidad por aprender (“Desaprovechar las oportunidades de conocimiento, por
imperfectas que sean, es como ir al teatro y no escuchar la obra. El mundo está
lleno de cosas, cosas trágicas o cómicas, heroicas, extravagantes o
sorprendentes, y los que no encuentran interés en el espectáculo están
renunciando a uno de los privilegios que nos ofrece la vida”).
Un libro denso, inteligente, razonado y razonable, lleno de ideas luminosas, que he leído con auténtica admiración.
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