martes, 19 de octubre de 2021

La conquista de la felicidad


No se puede decir con más exactitud: La conquista de la felicidad. Es la fórmula que Bertrand Russell esmaltó para explicarnos que la dicha no es una sensación que se obtenga por casualidad o por graciosa dádiva de los dioses, sino que es un fruto que se obtiene, en buena parte, gracias al esfuerzo y la predisposición del ser humano, que debe concentrarse para obtenerla. Obviamente, el profesor Russell se apresura a precisar que está refiriéndose a personas normales, con una salud normal y con unas circunstancias económicas normales. Es decir, el ciudadano medio, con una salud media y con unos ingresos medios. La persona golpeada por la ELA, erosionada por el desempleo pertinaz o sometida a la esclavitud no tendrá tan sencillo (o le resultará imposible) acceder al disfrute de esa felicidad. Pero los demás, sí. Será suficiente con despejar nuestro ánimo de escorias innecesarias, de pensamientos estúpidos o dañinos, de ambiciones frustrantes o de círculos viciosos que tan sólo sirven para hundirnos en la autocompasión.

Para conseguir avanzar en ese camino, deberemos evitar las soluciones rápidas, que solamente nos ofrecen una tregua de evidente falsedad (“La embriaguez, por ejemplo, es un suicidio temporal; la felicidad que aporta es puramente negativa, un cese momentáneo de la infelicidad”); y también deberemos asumir que, aunque parezca una paradoja, “una parte indispensable de la felicidad es carecer de algunas de las cosas que se desean”, porque eso nos estimula a seguir soñando y persiguiéndolas con ilusión.

¿Y qué indica Russell acerca del éxito? ¿Es razonable buscarlo de forma obsesiva? ¿Constituye una garantía de gozo? En su opinión, se trata tan sólo de un mero ingrediente de la felicidad, pero en seguida añade que “saldrá muy caro si para obtenerlo se sacrifican los demás ingredientes”. Y nos explicará que “el problema nace de la filosofía de la vida que todos han recibido, según la cual la vida es una contienda, una competición, en la que solo el vencedor merece respeto”. Porque es que, además (y el juicio de Russell se vuelve casi profético), “no es solo el trabajo lo que ha quedado envenenado por la filosofía de la competencia; igualmente envenenado ha quedado el ocio. El tipo de ocio tranquilo y restaurador de los nervios se considera aburrido. Tiene que haber una continua aceleración, cuyo desenlace natural serán las drogas y el colapso”.

Reflexiones igual de brillantes y de intensas le dedica al papel de la envidia, de la ansiedad, del pecado (“que atenta contra el respeto a uno mismo”), de la opinión pública (“No tiene sentido burlarse deliberadamente de la opinión pública; eso es seguir bajo su dominio, aunque de un modo retorcido. Pero ser auténticamente indiferente a ella es una fuerza y una fuente de felicidad”), del ego (“Un ego demasiado fuerte es una prisión de la que el hombre debe escapar si quiere disfrutar plenamente del mundo”), del mundo laboral (“El hombre que se avergüenza de su trabajo difícilmente podrá respetarse a sí mismo”) o de la curiosidad por aprender (“Desaprovechar las oportunidades de conocimiento, por imperfectas que sean, es como ir al teatro y no escuchar la obra. El mundo está lleno de cosas, cosas trágicas o cómicas, heroicas, extravagantes o sorprendentes, y los que no encuentran interés en el espectáculo están renunciando a uno de los privilegios que nos ofrece la vida”).

Un libro denso, inteligente, razonado y razonable, lleno de ideas luminosas, que he leído con auténtica admiración.

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