Sabemos algunas cosas de Miriam, pero no podemos estar seguros
de que todas resulten ciertas, porque en la construcción del personaje que
lleva a cabo la dramaturga Diana M. de Paco Serrano se confunden lúdicamente
las verdades y las posibles hipérboles mentirosas. Es incuestionable que tiene
“unos 55 años”, que ha perdido todo interés por su marido (nos dice que es
“gordo” y que la mira con “complejo de superioridad”) y que acaba de pasar la
noche en un hotel con el hombre que se ha convertido en su “amante oficial”. Y
resultan menos fiables los episodios (parecen exagerados) en los que explica
sus aventuras sexuales con un asistente de vuelo llamado Javier y con el piloto
del avión, quienes la usaron a la vez para formar un trío de besos lúbricos,
magreos y quién sabe si algo más.
Pero todo ese dibujo nebuloso, de mujer al mismo tiempo abatida
y resuelta, acoquinada y frenética, constituyen tan sólo el preámbulo para
escucharla en la habitación del hotel, donde se dirige al anónimo amante.
Porque ahí es donde se encuentra la auténtica esencia del drama: en la
operación en la que, entre bromas sobre noticias periodísticas, anécdotas
libidinosas y lágrimas escondidas, Miriam va desnudando su alma y nos deja ver
sus heridas, largas, hondas, terribles. Porque a la amargura de haber perdido
el amor de su marido (cuya degradación física y moral ha sido constante) se une
la conducta celosa e impresentable que su amante “oficial” despliega con
Miriam: la golpea con violencia cada vez que se le antoja. Así, el lector de
esta pieza tiene la sensación amarga (pero firme) de que el asistente de vuelo
y el piloto del avión se erigen en sublimaciones amorosas que ella urde para no
sucumbir al llanto: dos hombres que la rondan, la desean y la tratan con tanto
frenesí sexual como respeto.
Rodeada por esas cuatro figuras varoniles, que se combinan en su cuerpo y en su mente, Miriam nos conduce de la mano hasta el tristísimo final de la obra, que nos deja tragando saliva y con el estómago revuelto.
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