Ignoro las veces que habré leído El coronel no tiene quien le escriba. Tal vez cinco o seis. Quizá
alguna más. Y en cada abordaje que ejecuto a la obra me encuentro con la misma
sensación de pureza, de elegantísima prosa, de vocabulario exacto, de poesía natural (sin duda, largamente urdida,
pero de expresión inocente y como encontrada),
que me convencen de la maestría absoluta del escritor Gabriel García Márquez.
El cuadro que aquí nos presenta está integrado por personajes vivos, por
paisajes definidos y por temperamentos firmes que, no obstante, fluyen de un
modo inaudito. En algún sitio he leído (¿Paco Umbral?) que la grandeza
estilística de un autor consiste en dar la sensación de haber logrado su
objetivo sin esforzarse, como si la
música del relato hubiera tomado posesión de él y se expresara de forma
autónoma e inequívoca.
La historia del coronel y de su esposa asmática, del hijo que
fue “acribillado nueve meses antes en la gallera, por distribuir información
clandestina”, del avariento don Sabas, del abogado que está siempre “tendido a
la bartola en una hamaca” y que se ve impotente para conseguir la anhelada
pensión que permita salir a su representado de la pobreza, de los amigos
fervorosos de su hijo (que se obstinan en que el gallo que criaba el muchacho
al morir llegue a la época de las peleas, para servir como redención de todos
ellos) o del médico bondadoso, que conforta a la delicada esposa del coronel y
que le presta a éste los periódicos, para que se entere de la actualidad, no
podría haber sido contada de otra forma. Es imposible
que fuera contada de otra forma. El novelista colombiano ha escrito con un
estilo único una historia única. Sencilla en su formato, pero hondísima en su
espíritu; sobria en el planteamiento, pero airosa y poética como pocas.
Conseguir contar de manera admirable y eterna un argumento sencillo es el máximo honor al que puede aspirar un novelista. Gabriel García Márquez, aquí, lo consigue sin un solo desmayo. Sublime (como dijo Charles Baudelaire) sin interrupción.
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