Ocurre con ciertos libros que, si nos dejamos llevar por la
impresión desagradable que nos provocan sus primeras páginas, podemos perder la
oportunidad de terminarlos. Con El
incendio, de Rodrigo Rubio, he estado a punto de sucumbir a ese error,
porque hasta bien entrada la mitad del volumen mi lectura estaba resultando
negativa. De hecho, apunté en algunos márgenes frases como “Estilo
polvoriento”, “Costumbrismo chato”, “Tufo a Jarama” y otras de parecida textura.
Por suerte, la corta extensión del tomo me animó a continuar; y ahora celebro
haberlo hecho, porque mientras que la mayor parte de sus núcleos argumentos (el
cotilleo de las vecinas, la violencia doméstica de los varones, las
borracheras, etc.) me provocaban bostezos, dos de ellos adquirieron en el tercio
último una densidad interesante: el incendio que se declara en los montes
cercanos a la localidad (y para cuya extinción se recluta a los mozos) y el
aborto clandestino al que se somete Encarna en casa de la Dora.
En el primer caso, el escritor albaceteño consigue
transmitirnos muy bien los disimulados gestos de cobardía o de insolidaridad de
los lugareños, que buscan todas las mañas para evadirse a la hora de colaborar
contra el fuego (llegando a la cómica situación de encerrarse varios en el aseo
del bar). Entre las razones aducidas se desliza la insinuación, fácilmente
comprensible, de que la zona que arde pertenece a un terrateniente y que, por
tanto, nada pierden ellos con la propagación de las llamas. En el segundo caso,
la gran virtud narrativa y argumental consiste en mostrarnos al novio de
Encarna como un chico timorato, o tal vez consecuente, que está dispuesto a
fugarse con ella y convertirse en su marido; es ella quien prefiere zanjar el
asunto con la intervención de la vieja Dora.
No es, desde luego, una novela para tirar cohetes, pero es justo reconocer que va ganando en intensidad conforme se avanza por sus páginas. Quizá me adentre en otro libro de Rodrigo Rubio más adelante.
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