Llego del
instituto, me quito los zapatos, me preparo un café y cojo de la biblioteca de
casa el Poema del cante jondo, de
García Lorca. Ni lo tenía previsto, ni tiene mayor explicación. Lo he cogido y
punto. Y con él abierto entre las manos se me quita la fatiga y me evado del
mundo que me rodea, porque las palabras de Federico bailan ante mis ojos y
trazan su música entre mis dedos.
No sé
cuántos años hace que leí por primera vez uno de los textos de esta obra (quizá
cuarenta), pero recuerdo perfectamente que fue “La guitarra”. En estas páginas me
enteré de que aquel instrumento era un corazón malherido por cinco espadas, y
que en él danzaban seis doncellas (tres de carne y tres de plata), y que las
abrazaba un Polifemo de oro. Ahí es nada. Y luego venían las revelaciones líricas
de “Balcón”, de “Pueblo”, de “Sorpresa” o del magnético e inmortal “Llanto por
Ignacio Sánchez Mejías”. Como para no enamorarse del poeta.
A veces,
García Lorca nos invita en este libro a escuchar la música alígera de sus
asonancias; y a veces permite que a sus versos se les caiga la rima, como si el
poema (mujer sensual) dejase resbalar su vestido hasta el suelo, para brillar
en su divina desnudez. En ambos casos, su mano mantiene firmes las riendas del
vuelo poético, que se encarna en composiciones pequeñas, delicadas, juguetonas
y niñas; y que nos recuerda la gracia imperecedera (el duende imperecedero) de
este andaluz universal.
Su voz, nunca asesinada, sigue sonando en nuestros oídos. Su talento, nunca asesinado, palpita bajo la tierra de Granada. Su obra, inmortal y gigantesca, está fabricada con la tinta de la eternidad.
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