Se coge
en las manos este libro, este documento excepcional, y lo primero que asombra y
embriaga es la extensión que cubre: casi ochocientas páginas. Es un número que
provoca una felicidad sin límites, porque te permite suponer que vas a tener
acceso, como lector, a mil y un detalles del universo de Miguel Espinosa,
gracias a la memoria, el fervor y la tenacidad anotadora de su hijo Juan. Y así
es, en efecto. Pero muy pronto esa sensación de dicha se expande, porque el
conjunto de informaciones y emociones que el autor nos suministra sobre su
padre desborda e inutiliza los diques anticipados: cartas, anécdotas acaecidas
en Mi Bar o en el café Santos, conversaciones con José López
Martí, episodios eróticos, diálogos entre padre e hijo, escenas domésticas,
paseos por Murcia, transacciones comerciales, reflexiones filosóficas,
películas, cuadros, telegramas, anotaciones manuscritas en márgenes de libros,
pormenores médicos, deudas, su número como proveedor de Galerías Preciados… Y
también descubrimos algunos ángulos y detalles con los que podemos conocer
mejor al propio autor de la obra (profesor de filosofía y, según una broma que
él mismo desliza en la página 430, anunciante de melones), y también a su madre
o su hermana. En cierto modo, este espléndido despliegue informativo nos sitúa
ante el universo Espinosa (intelectual y familiar) en toda su amplitud, lo que
convierte este volumen en pieza admirable y digna de aplauso.
Recuerdo
perfectamente el día en que escuché a Juan Espinosa en la universidad de Murcia,
durante el congreso que se tributó a la memoria de su padre. Cuando se hizo el
silencio en la sala comenzó así: “Miguel Espinosa fue mi padre, mi maestro y mi
amigo”, para muy poco después dejar en nuestros oídos expectantes esta otra
afirmación: “Cuando desapareció mi padre, descubrí que había vivido tantos años
junto a él sin llegar a hacerle esta pregunta, que ahora me parecía decisiva: ¿Quién eres tú?”. Ahora, he escuchado
ese texto otra vez (y digo bien: escuchado) en la primera parte de este tomo,
en la cual el hombre que durante su época como escolar era conocido por el
apodo de “Mister Hausen”, que durante su madurez “hizo auténtico arte de la
relación padre-hijo” y que siempre fue “incapaz de guardar un secreto, y así lo
reconocía, risueño” vuelve a alzarse ante los ojos de los lectores, con la
majestad del genio.
Gracias a
la labor rememorativa de Juan Espinosa los lectores tenemos acceso a humoradas
(“Durante algún tiempo, mi padre pensó que las personas y los edificios muy
altos tenían otra cosa en común: que la última planta estaba vacía”, p.311),
momentos de estrechez (“Mi padre, de viaje; mi madre, sin dinero. Y este
cuadro: ella ofreciendo en prenda el reloj despertador, a un farmacéutico, a
cambio de medicinas para mí”, p.329), picardías sensuales del escritor (“El
pintor José María Falgas aún recuerda estas palabras de Miguel Espinosa: Háblales al oído. Las mujeres tienen un
clítoris en la oreja”, p.387), anécdotas educativas (“Me decía cosas que
estaban por encima de mi edad. Pero no cabe esperar a que el niño entienda,
para hablarle; si se espera, nunca entenderá”, p.182), dulces devociones
filiales (“No se quejaba mi madre de las dificultades económicas. Ella, siempre
sufrida, animosa y alegre. Desde hoy, quiero que me llamen así: Hijo de Teresa
Artero”, p.663) y hasta coincidencias lastimosas (“Jueves 25 de enero de 2018:
Presentación de Cartas a Mercedes, de
Miguel Espinosa, en Murcia. Sábado 27 de enero: Fallecimiento de Mercedes
Rodríguez, en Madrid. Los dos lo habían hablado. -Ya sabes, Mihayl… En cuanto
salga el libro, yo me voy contigo, desaparezco. Él sonríe; le coge una mano, y
dice: -¡Qué bien, Merceditas!”, p.741).
En este
volumen, que nace con el propósito de ser “un ciclo de historias, y una
enciclopedia” (p.276) y que tiene vocación de convertirse en “una cuesta que
lleva hasta Miguel Espinosa” (p.547), Juan coloca casi ochocientas sillas
formando un amplio círculo alrededor de la figura de su padre, para que nos
vayamos situando en ellas y apreciemos todos sus ángulos, todos sus escorzos,
todas las distancias y todas las luces y sombras. Al final, obviamente,
seguiremos sin saber quién fue en
verdad aquel coloso de las letras; pero sentiremos que se nos han facilitado
muchos detalles impagables para enriquecer nuestra admiración. Únase a esa
virtud central otra belleza innegable del libro: la elegancia de Juan Espinosa
a la hora de narrar la historia (o las historias) de su padre.
Un libro magnífico para comprender un poco mejor a un escritor inmortal. Gracias sean dadas.
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