Me leo en
una tarde la divertida pieza Céfiro
agreste de olímpicos embates, de Alberto Miralles (ATT, Madrid, 2004), en
la que puede observarse cómo un grupo de actores ensayan un texto del madrileño
Calderón de la Barca, y lo modernizan, o lo arcaízan, o se lo inventan
directamente… en función de que lo que desee el dispensador de subvenciones del
Ministerio de Cultura. Y por debajo de esa línea argumental, latiendo,
asistimos a las graves o pequeñas rencillas, trifulcas, envidias, amores y
odios que se generan siempre en los grupos humanos cerrados.
Hay
instantes de comicidad memorable, como cuando se despachan insultando a un
crítico que siempre se les muestra adverso y beligerante (páginas 245-247). En
el decurso de esta diatriba no hay más remedio que detener los ojos en vocablos
como “jorrochero” (que se inventa Juanjo) o “Pijomuerto”, que no precisa de más
aclaración.
No
entrará en la historia del teatro español, pero a mí me ha divertido.
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