Lo diré
en pocas palabras: pensaba que el reencuentro con la poesía de Rubén Darío
sería menos gratificante. Cuando lo leí en mi juventud fui consciente de su
musicalidad casi wagneriana, de su léxico histriónico, de su infulosa
pedantería apenas enmascarada; y aunque acepté esos ingredientes como parte del
encanto de su lírica (hablo del año 1988, más o menos), al retomarla tres
décadas después imaginaba que esas mismas características podrían
atragantárseme.
Por
fortuna, no ha sido así: me ha distraído en muchas páginas la polimetría
juguetona del nicaragüense, he tenido la cautela de protegerme de su martilleo
rítmico (si te dejas llevar por él te zumban los oídos y no logras atravesar la
epidermis del poema), he deslizado mis ojos por sus pirotecnias léxicas
(obsede, oriflama, triptolémica, áptera, egipán) sin dejarme impresionar… y
hasta he tenido el humor de contar las palabras esdrújulas que burbujean en
algunas de sus composiciones (casi 40 en “Salutación del optimista”).
Y de este
ejercicio de relectura he vuelto a extraer placeres no sólo sensoriales (el
poema “Lo fatal” podría ser grabado en mármol) que me confirman la excelencia
inmortal de este vate cuyo aliño indumentario no debe ser confundido con su valor
lírico: el primero caducará, o resultará sofocante, o provocará incomodidad en
algunos lectores; el segundo me parece indiscutible.
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