A Lope de
Vega, por ser quien es y por haber demostrado con miles y miles de versos su
talento inigualable, se le pueden perdonar muchas osadías. Al fin y al cabo, su
teatro intenta sobre todo entretener al público, servirle historias llenas de
amor, fe, aventuras, sorpresas, sonrisas, heroísmos y emociones. Y para lograr
semejante objetivo recurrió a todos los mecanismos que su imaginación fue capaz
de concebir, que no fueron precisamente escasos.
En el
auto sacramental La puente del Mundo
nos encontramos frente a una obra de ingeniería bastante singular: la que
construye el Señor de las Tinieblas para que los seres humanos, intimidados por
la presencia del gigante Leviatán (armado con una descomunal maza), deban
declararse sus esclavos si quieren cruzar. Los primeros que lo hacen son Adán y
Eva (a quienes Lope presenta con vestiduras francesas y viniendo de París), y
luego la cabalgata se extiende a todos los demás, salvo a una jovencita llamada
María, para quien Dios tiene reservado el alto honor de convertirse en madre de
su Hijo… Finalmente, será Jesús quien, transformado en caballero andante (“El
Caballero de la Cruz”), acabe con esta servidumbre bochornosa planeada por el
Diablo y libere a las almas humanas del pecado.
Ingenuidad, desde luego que sí. Atrevimientos argumentales, muchos. Teología rebajada hasta el nivel
intelectivo del vulgo, por supuesto. Pero, ante todo, Lope demuestra una vez
más que no tiene rivales a la hora de meterse al público en el bolsillo…
incluso cuando les ofrece una obra de cierta aspereza argumental.
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