martes, 30 de octubre de 2018

El árbol de mejor fruto




Miguel de Unamuno jamás se mordió la lengua cuando tuvo que enjuiciar a Pedro Calderón de la Barca, a quien llegó a motejar de “gongorino inaguantable”, “inflador de gaita” y otras lindezas energúmenas, tan propias del bilbaíno. Y aunque es verdad que, en ocasiones, el dramaturgo madrileño somete al lector a algunas páginas difícilmente inteligibles, tales excesos no nos autorizan a denostar el conjunto de su obra.
Sirva como ejemplo el auto sacramental El árbol de mejor fruto. En él hallamos al rey Salomón, quien decide construir un magnífico templo en Jerusalén y encarga a los monarcas Irán y Candaces que busquen materias primas de valor exquisito para emplearlas en él. El primero de ellos recalará en las tierras de la reina de Saba, la cual queda impresionada con las noticias que recibe sobre el sin par Salomón y decide visitarlo; el segundo encontrará un misterioso árbol que, prodigiosamente, presenta características de tres árboles diferentes: cedro, palma y ciprés… Cuando todos los ingredientes de la trama (Salomón, Sabá, el tronco enigmático) convergen en Jerusalén se produce la súbita conversión de la reina extranjera, que tiene una visión sobre los padecimientos de Jesús y sobre su incuestionable divinidad.
¿Hay secuencias de intelección compleja? Sí. ¿Resulta algo forzado el final, con una reina de Saba que en apenas unos minutos decide cambiar de religión, para abrazar el cristianismo? También. Pero, por encima de todo, queda una obra ágil, musicalmente bien trenzada, donde las alternancias de voces y los juegos polimétricos impiden el aburrimiento del lector, incluso cuando las páginas se adentran en teologías más bien abstrusas. Calderón de la Barca consigue en El árbol de mejor fruto una pieza teatral de indudable vigor y de notable vitalidad, que aún puede ser leída sin fastidio.

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