Miguel de
Unamuno jamás se mordió la lengua cuando tuvo que enjuiciar a Pedro Calderón de
la Barca, a quien llegó a motejar de “gongorino inaguantable”, “inflador de
gaita” y otras lindezas energúmenas, tan propias del bilbaíno. Y aunque es
verdad que, en ocasiones, el dramaturgo madrileño somete al lector a algunas
páginas difícilmente inteligibles, tales excesos no nos autorizan a denostar el
conjunto de su obra.
Sirva
como ejemplo el auto sacramental El árbol
de mejor fruto. En él hallamos al rey Salomón, quien decide construir un
magnífico templo en Jerusalén y encarga a los monarcas Irán y Candaces que
busquen materias primas de valor exquisito para emplearlas en él. El primero de
ellos recalará en las tierras de la reina de Saba, la cual queda impresionada
con las noticias que recibe sobre el sin par Salomón y decide visitarlo; el
segundo encontrará un misterioso árbol que, prodigiosamente, presenta
características de tres árboles diferentes: cedro, palma y ciprés… Cuando todos
los ingredientes de la trama (Salomón, Sabá, el tronco enigmático) convergen en
Jerusalén se produce la súbita conversión de la reina extranjera, que tiene una
visión sobre los padecimientos de Jesús y sobre su incuestionable divinidad.
¿Hay
secuencias de intelección compleja? Sí. ¿Resulta algo forzado el final, con una
reina de Saba que en apenas unos minutos decide cambiar de religión, para
abrazar el cristianismo? También. Pero, por encima de todo, queda una obra
ágil, musicalmente bien trenzada, donde las alternancias de voces y los juegos
polimétricos impiden el aburrimiento del lector, incluso cuando las páginas se
adentran en teologías más bien abstrusas. Calderón de la Barca consigue en El árbol de mejor fruto una pieza
teatral de indudable vigor y de notable vitalidad, que aún puede ser leída sin
fastidio.
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