Pío
Baroja, con el vigor acostumbrado en sus libros (y también, por qué no decirlo,
con la leve rudeza estilística que en tantas de sus páginas se puede
sobradamente documentar), nos plantea en la pieza dramática La casa de Aizgorri un panorama
familiar, ambiental y económico lleno de aristas y de zonas inquietantes.
Estamos
en el País Vasco, en un pequeño pueblecito cuya existencia gira en torno a la
destilería de don Lucio Aizgorri, empresario de noble alcurnia pero venido a
menos y que tiene la salud quebrantada por el alcoholismo. Su hija Águeda,
enérgica y laboriosa, lucha para sostener firme la arquitectura doméstica, pero
de nada parecen servir sus esfuerzos ante la indolencia feble de su hermano
Luis (vago, borrachín y enamorado de la hija del tabernero) y ante la laxitud
del patriarca quien, rendido a la fatalidad, deja que los días fluyan sin
oponer resistencia ni arbitrar soluciones. Mariano, fielmente enamorado de
Águeda e invulnerable ante sus desdenes constantes, trata de ayudar también,
con escaso éxito.
Al fin,
una cadena de infortunios terminará por desbaratar el inestable equilibrio de
la casa de Aizgorri: una huelga de los obreros, que desean cobrar sin tardanza
lo que se les adeuda; un contrato salvador, que se convierte en una pesada losa
sobre el futuro de la empresa; unos disparos imprecisos, que emergen del grupo
de alborotadores…
Sólo el
amor (paradójica salida, en las manos del huraño Baroja) conseguirá que el
final de la pieza adquiera tintes ilusionantes para algunos de los
protagonistas.
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