Acabada esta Muerte
accidental de un anarquista me doy cuenta de que si me informara acerca de
los matices del caso real (el que sirvió de inspiración a Fo) entendería muchos
más detalles de la obra. Pero, de pronto, he comprendido que asimilar sus tonos
de farsa, sus toques irónicos, sus hipérboles, sus bruscos cambios de registro,
otorga una dimensión especial y acaso exenta, que tampoco es desdeñable.
Sabemos que un anarquista murió en extrañas
circunstancias al lanzarse (o ser lanzado) por una ventana del cuarto piso de la Jefatura de Policía de
Milán, en diciembre de 1969; y sabemos que Dario Fo quiso componer en estas
páginas un alegato durísimo contra la tortura, la manipulación, el
autoritarismo y la execrable impunidad con la que agentes del orden, jueces y
políticos se protegen los unos a los otros y conforman una burbuja
privilegiada, impermeable a las puniciones de la ley.
En esta obra, el papel de “conciencia moral” y de
“acusación ética”, el papel de quien alza el dedo y señala las inmundicias, lo
realiza el personaje del Loco. Creo que no hace falta añadir nada más.
Una obra de teatro cuyas conexiones con la
actualidad irán siendo olvidadas o sufrirán el descrédito de la amnesia, pero
cuyo vigor y entereza permanecerán indelebles.
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