Para un
espectador que observe la acción de esta obra desde una posición externa, la
actitud de la señora Liubov Andréievna Ranévskaya resulta de lo más
incomprensible y de lo más enervante. Tras permanecer durante varios años en el
extranjero (en París), vuelve a la propiedad familiar y recibe, como una
bofetada, la noticia de que las ingentes deudas acumuladas obligarán a vender
el huerto de los guindos para satisfacer a los acreedores. El golpe, desde
luego, es terrible. Pero Liubov Andréievna Ranévskaya no reacciona frente a él.
Más bien, se acomoda en un esnobismo lánguido, preocupándose más de las formas
que del fondo, y va dejando que los días transcurran. Carece de espíritu
práctico, de decisiones, de vigor, de respuesta. Sabe que las jornadas se van
consumiendo y que el desastre está cada vez más cercano, pero no mueve un dedo
para articular una solución. El comerciante Ermolái Alexéievich Lopajin,
queriendo servirle de ayuda, le aconseja que venda el terreno, para que pueda
ser parcelado y servir para la construcción de dachas. Esa inyección económica
será suficiente para resolver el conflicto. Pero la dama no acepta tomar esa
decisión: por un lado, esa venta supondría la desintegración del patrimonio
familiar; y, por el otro, la alejaría de un terreno que se encuentra adherido a
su corazón, porque en él su hijo pequeño murió ahogado… Durante días, la
inacción se convierte en la única postura visible de los antiguos señores y,
cuando finalmente se produce la subasta pública de la propiedad, ésta es
adquirida por Lopajin. Su familia fue en el pasado sierva, pero él ha
conseguido convertirse gracias a su esfuerzo y su talento en un rico comerciante.
El antiguo servidor es el nuevo propietario. Y los altivos señores de antaño
tendrán que desalojar la propiedad, cuyos árboles Lopajin piensa talar, sin más
contemplaciones, para convertir el huerto en zona urbanizable. Nos encontramos,
por tanto, ante una obra con un fuerte componente social y psicológico, donde
dos formas de ver la vida se cruzan y cambian de rango: una aristocracia rancia
y adinerada, que se refugia en la música, el billar y los bailes para bostezar
su ociosidad; y una clase humilde habituada al trabajo, que halla en él el
mecanismo para conseguir un estatus más alto. Para los primeros, el huerto de
los guindos (o jardín de los cerezos) es un espacio lírico, decadente, hermoso
e inútil, por el que pasear a la luz de la luna; para los segundos, constituye
un territorio lleno de oportunidades, sobre el que edificar viviendas y en el
que construir un futuro más estable y sólido. Antón Chéjov consigue en las
páginas de esta comedia triste una de sus piezas dramáticas más notables. En mi
opinión, la que más.
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