sábado, 24 de septiembre de 2016

Memorias de un niño murciano



Existen dos tipos de miradas que los escritores con talento ejecutan con habilidad y belleza (o con pericia y desgarro, depende): la mirada hacia adentro y la mirada hacia afuera. Con la primera se sumergen en sí mismos y exploran galerías misteriosas, pliegues de dolor, recuerdos de luz, anécdotas del ayer, minutos que volaron; con la segunda nos codifican el mundo y nos lo muestran como quizá nunca antes lo habíamos imaginado o contemplado. Res intensa y res extensa, si se me permite la broma.
Ahora, José Cubero Luna nos ofrece en estas hermosas Memorias de un niño murciano las dos miradas, entrelazándose como los hilos de una alfombra mágica. Nada importa, a los efectos literarios o vitales, que el autor naciese en un pueblo de Cáceres llamado Valencia de Alcántara, porque el hecho de que su padre obtuviera destino en la capital murciana le permitió habitar durante sus primeros años en un sitio donde el cielo era “una borrachera de azul celeste que dolía en los ojos” (p.15) y donde experimentó miles de vivencias, que nutrieron su corazón y su memoria: los viejos que jugaban al dominó entre chatos de vino; la figurita de la Virgen que iba de casa en casa, metida en un camarín donde se podían depositar limosnas en una ranura; el barro y las ranas, que pronto iban a ser sus compañeros de juegos; su atracción por la Lonja, donde la cara más torva de la pobreza y la picaresca se mostraba con nitidez; la divertida (y un poco agobiante) narración de cómo tuvo la inesperada idea de robar un higo chumbo y llevárselo escondido en el bolsillo, donde las púas se convirtieron en un suplicio; el sueño de su vecino Andréu, que no cejó en su empeño hasta construirse una moto (sin dejarse abatir por las burlas constantes y crueles de quienes lo rodeaban); el melancólico recuerdo que le dedica a su amigo Ángel, que murió de tuberculosis con pocos años; aquella noche de tormenta en la que tuvo que refugiarse en un seminario y cenar con sus ocupantes, para no pillar una pulmonía; la niña parisina que vino un verano a Murcia y de la que se enamoró perdidamente; el lechero que provocó sin quererlo la muerte de su amante...
Son tantas las diapositivas emocionales que José Cubero Luna nos pone ante los ojos que, inevitablemente, llegamos a la conclusión de que el retrato personal deviene retrato colectivo. Afirma Antonio Botías Saus, en el delicioso prólogo de la obra, que estas páginas contienen la primavera en Murcia; pero no es tan sólo una primavera ambiental o cronológica, sino una primavera grupal. Aquí palpita y fulge el retrato de todos los que hemos nacido o nos hemos criado entre limoneros, hemos jugado en las acequias, hemos contemplado a los mozos subirse a las cucañas en las fiestas populares, hemos visto misales en los cajones de la madre o la abuela, nos hemos resistido a los trasquilones del peluquero o hemos sido chicos de los recados.

Lea este libro quien quiera recordar. Léalo quien quiera descubrir. Léalo quien amó o ame la tierra de Murcia. Descubrirá con gozo y con un punto de añoranza que lo que sintió o contempló durante los tiempos de su niñez está aquí consignado con palabras bellísimas. Un volumen memorable.

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