Baal es un poeta desconsiderado y de creciente
gordura, que bebe más de la cuenta y carece de habilidades sociales. Su amigo
Ekart intenta extirparlo del lodazal de alcohol en el que vive, pero el vate se
aferra a su molicie gamberra y abrupta: escucha con desidia el interés del
comerciante Mech por publicar sus versos; se acuesta sin amor con la
jovencísima Johanna (pareja hasta entonces de su amigo Johannes); está a punto
de acostarse con dos hermanas (aunque no le resulta posible, porque su patrona
amenaza con echarlo por promiscuo, pues “corrompe a montones de pobres chicas,
arrastrándolas a su cueva”); deja embarazada a Sophie, para inmediatamente
después desdeñarla; y, en el culmen de su estropicio vital, termina matando a
Ekart.
Éstos son algunos de los rasgos psicológicos y
argumentales que cruzan la pieza Baal,
de Bertolt Brecht, que leo en la traducción de Miguel Sáenz y que no me ha
parecido especialmente notable. Ni siquiera mediana. Quien lo desee, puede
medir las obras literarias por sus componentes ideológicos, por sus
aportaciones sociológicas, por su onirismo, por su voluntad rupturista o por
mil matices más, todos ellos respetables. Yo las mido únicamente por el efecto
literario que me provocan. En ese sentido, Baal
me parece un fiasco.
Me gusta mucho, eso sí, el párrafo que cierra la
obra. Un personaje que ha visto morir a Baal dice: “Le pregunté cuando ya tenía
estertores: ¿En qué piensas? Siempre
quiero saber en qué se piensa. Y me dijo: Todavía
escucho la lluvia. Se me puso carne de gallina en toda la espalda. Todavía escucho la lluvia, dijo”. Un
final impresionante para una obra prescindible.
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