Pudo ser, y quizá lo fue, el primer hombre que
pisaba la cima del Everest, la montaña terrestre más alta. Se llamaba George
Leigh Mallory y, en 1924, se perdió su rastro cuando se encontraba, junto a
Andrew Irvine, por encima de los ocho mil metros, a pocas horas de coronar la
cima del mundo. Cuentan quienes sobrevivieron a esta expedición que Mallory
llevaba una cámara de fotos para inmortalizar su éxito y también una fotografía
de su esposa Ruth para depositarla en la cumbre. En 1999, cuando se consiguió
localizar el cuerpo congelado de Mallory, ninguno de los dos objetos estaba en
su poder. El enigma está servido.
Esta fascinante biografía, redactada por Peter y
Leni Gillman y traducida por Silvia Gómez Castán para el sello Desnivel Ediciones,
nos permite acceder a lo más íntimo de este singular personaje, que comenzó su
carrera como escalador a los siete años subiendo sin permiso al tejado de la
iglesia de St. Wilfrid, en Mobberley; que conoció a la bonita Ruth Turner en
1913 y se enamoró de ella en Venecia, a pocas semanas de que comenzase la Primera Guerra Mundial; que
posó desnudo para una serie de fotografías realizadas por su amigo Duncan Grant;
y, sobre todo, que intentó varias veces subir hasta lo más alto del Pico XV
(llamado Chomolungma, “Diosa Madre del Mundo”, por quienes viven a sus pies; y
ahora conocido como Everest, en homenaje al gran geógrafo de Gales). Por
aquella obsesión lo sacrificó todo: la comodidad familiar, un empleo estable,
relaciones sociales... Y obtuvo a cambio la muerte y quizá la gloria. Igual que
se han ido encontrado numerosos objetos que lo acompañaron en su escalada
(cortaúñas, brújula, cartas, bombonas de oxígeno), es posible que en los
próximos años termine apareciendo la famosa cámara fotográfica y se resuelva
otra parte del misterio.
Hasta entonces, nos podemos conformar con la
lectura de esta obra deliciosa, que nos muestra la poderosa intensidad que
animaba el corazón de George Mallory y que lo impulsó con vehemencia
(deshidratado, con graves quemaduras en la piel, a treinta grados bajo cero,
cegado por la nieve, exhausto) para intentar conseguir un sueño. Suya es la
frase que aseguraba que quería subir al Everest “porque estaba ahí”. La pasión
no necesita más argumentos.
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